El Paraguayo

Por Alejandro Sánchez Moreno* –

Arturo cumplió ochenta y estaba solo. Unos meses antes había muerto su esposa. Su hijo de crianza no lo visitaba. Hacía más de sesenta años que no volvía a su ciudad. Sin avisar tomó el tren en Retiro. Paraba en todas las estaciones, en cada una recordaba cómo eran antes. Se sentía mal pero en ningún momento pensó en volver o avisar a alguien. El viaje que más se acordaba fue el primero, el que hizo con la mamá y sus hermanos. En La Plata los esperaba su padre, que se había ido dos años antes para buscar mejor trabajo, cuando se estableció y consiguió una casa los llamó.

Llegó a Nueve de Julio a la tarde, faltaba poco para que se haga de noche. La terminal estaba por el centro. Llevaba un viejo bolso que estaba en buen estado con pocas cosas: ropa para unos días y un libro de la colección de La Nación sobre Ben Hur. Había visto la película en el estreno en el cine Rocha. Todos los años la volvía a ver, era de cajón que la pasaban por televisión en semana santa. La carrera de cuadrigas del final entre los dos amigos, ahora rivales, lo emocionaba como la primera vez. Llevaba también un cuaderno con direcciones y teléfonos. Se alojó en un hotel frente a la plaza principal. Estaba todo cerrado. En el hotel le prepararon un sándwich y una gaseosa. Durmió pocas horas, estaba ansioso para que llegue la mañana. Nunca había dormido mucho, se acostaba siempre a la misma hora y se levantaba a la madrugada. Tenía una puntualidad pasmosa, nunca faltó al Banco en treinta años, tampoco en el corretaje de cervezas Santa Fe. Siguió hasta que las piernas no le dieron más.

La jubilación le llegó porque la empresa no le aceptó pasar a una oficina. El último trabajo lo empezaba a la madrugada en Temperley. Recorría toda la zona sur del conurbano buscando clientes. Terminaba la jornada en el Bar El paraguayo, que estaba en una esquina del centro de Wilde. Se sentaba en la misma mesa, pedía siempre lo mismo: café con leche, un especial de jamón y queso y un vaso de agua fría. Le gustaba ir ahí porque había poca gente y pasaban tangos. No dormía siesta porque cuando era chico lo obligaban y además las consideraba una pérdida de tiempo.

Dejó la llave al encargado de la mañana y cruzó al café. Mientras desayunaba hizo un plan para cada día. El primero lo dedicaría a visitar parientes. Su primo Alejandro, el oftalmólogo, que se había recibido en La Plata, había vuelto y vivía cerca. La prima Cristina estaba jubilada de maestra. Pocos años atrás le hicieron un reconocimiento por su trayectoria. Medio pueblo fue al club donde le entregaron una medalla. Vinieron ex alumnos de Quiroga, La Niña, Dudignac, Naon, Santos Unzue y de parajes del campo. El segundo día era para visitar amigos. El barrio de su casa era por la zona. Vivían en la Escuela Bernardino Rivadavia, la principal. Los amigos eran de la misma cuadra o de por ahí. El tercer día quería caminar. Buscar los viejos lugares.

Estaba solo, pero a eso estaba acostumbrado. Salvo cuando volvía a su casa, donde lo esperaba su esposa, todos sus empleos fueron solitarios. Le gustaba estar solo. Se piensa mejor, se organiza mejor. Quizás por eso, le gustaba tanto la pesca. Hasta que se casó, salía solo de vacaciones. Visitaba las canchas y se sacaba fotos con las tribunas atrás. En un viaje llamo a la mamá. Te va hablar alguien, le dijo. Hola, soy Elsa, la esposa de Arturo, nos casamos ayer y estamos en Montevideo. Para la mamá no fue una sorpresa. Esas cosas las madres la saben.

Estaba por terminar el desayuno. Hojeó el diario, había dos, uno nacional y otro local. Era invierno pero el sol fue calentando el día. No había viento. En el interior el frío se siente más. Estaba sentado de espaldas a la puerta, junto a la ventana, para poder mirar. Escuchó que alguien entraba y se sentaba atrás de él. Escuchó que pedía lo de siempre. Escuchó el saludo familiar del mozo. Escuchó que la lluvia, aunque inundó algunas calles, le hizo bien al campo. Escuchó que la familia estaba bien y que el domingo se juntaban a comer un asado. Escuchó que el médico le dijo que se cuide más con la sal y que no deje de caminar. Escuchó que tenía que hacer los mandados. Era Cacho. Un amigo de la cuadra. Fueron al mismo grado. Los dos eran de Boca. Los dos se juntaban en la plaza y se iban al campo en bicicleta a cazar jilgueros. Los dos pateaban a la tarde. Los dos volvieron felices del centro con los sacachispas nuevos. Los dos lloraron cuando Arturo se fue a vivir a La Plata. Los dos no se vieron más.

Cacho pidió la cuenta, dijo hasta mañana y se fue cruzando la plaza. Arturo no pudo darse vuelta, no pudo hablarle, no pudo mirarlo de frente. La idea de desayunar rápido y empezar con el plan estalló por el aire.

Se quedó un rato inmóvil en la mesa de la confitería. Los pensamientos lo paralizaron. No quería mirar por la ventana. La nostalgia, la tristeza, el miedo, lo asaltaban. Cada vez estaba más inquieto. No sabía qué hacer. Intentaba pensar pero no podía. Trató de calmarse. Tomó despacio el agua que quedaba. Pagó la cuenta. Dobló prolijamente el diario y lo dejo en el mostrador. Se secó la transpiración de la frente con una servilleta. Se lavó las manos con agua caliente y jabón. Se miró en el espejo y se arregló el pelo con un peine que llevaba en su cartera. Tomó una aspirina. Salió despacio a la calle. El reflejo del sol no le dejaba ver bien. Nunca le había gustado usar anteojos. Con las manos se cubrió los ojos y empezó a caminar lentamente. Más por inercia que por decisión. Avanzó unas cuadras, sin rumbo. Seguía un poco nervioso. Seguía confuso. Se acordó de su mamá. De cuando los llevaba a todos los hermanos, eran cinco, cuatro varones y una mujer, a tomar helado a Lido. ¿Seguiría existiendo la heladería? ¿Atendería ese hombre amable, con delantal?, que le daba siempre el primer helado a Chochona porque era nena, mientras los demás protestaban porque querían ser primeros.

Siguió caminando. Sin darse cuenta volvió sobre sus pasos. Estaba de vuelta en la plaza. Se sentía cansado. Pero no era cansancio físico. Era otro tipo de cansancio. Se sentó en un banco cerca de los juegos. Buscó un lugar apartado, a la sombra. Era el mediodía, las horas habían pasado. Recupero un poco el aliento. Recostado, cerró los ojos un rato. Escuchaba: los autos y las motos, las conversaciones de la gente cercana, los niños que gritaban en las hamacas y subibajas, el cuidador que corría a los que querían jugar al fútbol. Un camión con parlante avisaba de ofertas en un supermercado. Pasaron las horas. El sol se fue. Los ruidos se fueron retirando. Pasaban menos autos, cada tanto una bicicleta apurada. Los chicos se fueron, tal vez a merendar o hacer los deberes. Las conversaciones se apagaron.

El mozo del bar frente a la plaza abrió la persiana como todos los días, a la misma hora y de la misma manera. El encargado del hotel del turno mañana llegó a reemplazar al del turno noche. Revisó el cuaderno con los registros de entrada y salida. Calentó café y se sirvió en la taza que llevaba en su bolso. Con la taza en la mano miró por la ventana, como mira todas las mañanas hace más de veinte años. El mozo terminó de abrir el bar. Ya prendió la máquina para tener agua caliente. Ya prendió la calefacción. Ya puso los diarios en el mostrador, que el repartidor, más temprano en bicicleta, dejó en un buzón de la esquina. Ya acomodó las medialunas que la panadería le dejó atrás en varias bandejas. Calentó agua, preparo el mate. Prendió la radio y puso la televisión sin sonido en un canal de deportes. Como todas las mañanas hace más de veinticinco años salió a barrer. El encargado desde la ventana y el mozo desde la vereda, se quedaron mirando un largo rato la plaza.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/el-paraguayo-ce15b2b19357

*Colaboración para En Provincia.

Fotografías: Archivo web.