
Por Cristina Orsatti * –
Sus manos emergían de los pliegues de su capa. Eran aves rosadas de belleza incomparable. Sus dedos, largos, perfectos, dibujaban arabescos en el aire.
El enigma habitaba su mirada, suavizada por una sonrisa dulce y permanente, mezcla de abuelita tierna y nieto travieso.
En su presentación decía llamarse Julián a secas, venía de la Siberia rusa luego de aprender el arte de la magia en una tribu nómade. Su voz era una melodía de violines que embrujaba los corazones.
Vagaba por el mundo llevando su encanto y por días enteros quedaba una fragancia a flores exóticas en el ambiente.
El secreto oculto y guardado bajo siete llaves no contaminaba con sospechas a quienes lo aplaudían. El anhelo de encontrar a su amor, Sabrina, gitana sevillana, la de profundas pupilas, como las aguas del pozo del cosmos. Separados por el hechizo de Anastasia, una bruja despechada, que sintió ese amor como la ofensa más grave recibida.
Frecuentaba los teatros, plazas, ferias y tablados de todo el planeta, tratando de encontrar a su mujer amada.
En algunos lugares corría el vino, se espesaban las pasiones, y no faltaba el brillo del puñal con la rutilante estela que dejaba a su paso, claveles rojos licuados con la muerte.
Tampoco quedaban sin su búsqueda, los salones elegantes o los palacios exclusivos,
Acariciaba la certeza que ella también corría en su búsqueda. Cuando el sueño llegaba a su piel, y se convertía en un animal indefenso, escuchaba el canto arrullador de su amada, casi un mantra–te busco…te busco…te hallaré.
Una noche, de luna ausente, en aquel salón de escaleras de mármol y luces de cristales rutilantes, comenzó su acto.
La alta sociedad perdía los modales y eran párvulos asombrados frente a sus proezas.
De la nada surgía un estuche de violín, dentro, el instrumento dormitaba sus notas escondidas, él lo mostraba, luego lo escondía, para abrir el cofre y salir sonriente, la dama de la primera fila. Después, tocaba la galera, de donde emergía, un elefante violeta, que con cara de culpa le devolvía a un viejo caballero, un reloj de su pertenencia. Luego agitaba las manos, mariposas azules regalaban fresias a las señoras, pájaros grises, con cigarros de obsequio para los hombres y alondras verde-agua entregaban golosinas a los pequeños.
De pronto un aroma a lavanda invadió la sala. Julián se transformó en felicidad. El público expectante, vio de repente la varita mágica convertida en florete, para luego quedar dormido todo el mundo en la butaca.
Por el pasillo, la luz de diez lunas invadía el recinto, avanzaba en la figura de Sabrina, con la mano extendida hacia el mago. Al roce sutil de sus auras, se desató un festival de aromas, colores y sonidos.
Julián sólo murmuró — ¿Trajiste el frasco?
Ella, con gesto elegante, desplegó su mantón, dejando a la vista un recipiente de alabastro, tallado y con gran tapa.
Salieron a los jardines, tenían el tiempo contado para volver a ser libres.
Brilló el florete apuntando una estrella lejana, y se estiró hasta engancharla, mientras la bajaba, lento y preciso, Julián susurró–Es ésta y está de acuerdo. Lo hemos charlado muchísimas veces.
Encerraron el astro generoso en la vasija dándole las gracias, la depositaron bajo un viejo roble qué emocionado la cubrió con sus ramas y comenzaron a subir por la estela dejada en el descenso, para brillar en la lejanía, sin que nadie sospechara la ausencia del lucero de la noche.
P.D: Alguna madrugada, en que me desvelo, salgo a contemplar el cielo.
Busco la luz de Venus, y pregunto muy bajito–¿Julián, Sabrina, llegaron bien?
Un olor a lavanda impregna mis narinas y solo me queda sonreír.
*Cristina Orsatti también es la autora de la pintura que ilustra su autorretrato.
Realizado en el Taller de Cuentos de “Al Pie de la Letra de María Mercedes G”