
Dr. Luis Sujatovich – UDE – Universidad Siglo 21 –
La abundante información que agiganta, diariamente, a la red pone en tensión la validez de cualquier conocimiento. No sólo por el simple ejercicio de la verificación que vuelve a toda persona en un potencial erudito, (¿quién no ha zanjado una discusión remitiéndose a una página web?), sino también porque toda afirmación es, frenéticamente perentoria.
Las condolencias que esta situación provoca en tantos intelectuales, obligan a reflexionar sobre su rol, o, mejor dicho, sobre sus intereses. No hay mes que no se cumpla con el rito posmoderno del anuncio de un libro que viene a decirnos que nuestra decadencia es la peor de la historia y que nuestra estupidez quedará registrada en los anales de la historia sin ningún parangón posible. Sin embargo, a cada nueva obra que viene a sumarse al largo desencanto con el vínculo entre la sociedad y la tecnología digital se le contrapone el lanzamiento de una aplicación que sirve para ampliar derechos. Parece casualidad y ojalá lo sea, ¿no es cierto?
La velocidad en que se expande el acervo de contenidos, datos y revelaciones también significa un desafío para la ciencia, porque exige una actualización permanente que, si bien no es posible (tengamos en cuenta que se estipulan en 6 millones que se publican cada año), permite comprender la menesterosidad de sus afirmaciones. Una teoría ya no tiene la oportunidad de tener cien años de validez. Plutón, por ejemplo, ya no es considerado un planeta.
Si nos detenemos en cualquier disciplina tendremos múltiples hallazgos semejantes, pero más allá de cualquier formulación que podamos citar, (para ello bien podríamos recurrir a un buscador), resulta significativo asumir que la existencia de una explicación es contingente. Y para las ciencias sociales y humanas configura una oportunidad deslumbrante: si toda teoría está sujeta a cambios repentinos, la verdad debería estar siempre en disputa.
Y además se debe recordar que las investigaciones fácticas, aún las más extensas y exhaustivas, conforman una versión de un acontecimiento, sus relaciones y protagonistas que sólo se puede aplicar a sí mismas. Son, de alguna forma, una foto. Y, por lo tanto, nada se puede decir de cuanto acontezca luego de haber sido tomada. Y si a esta peculiar singularidad expresiva le añadimos la emergencia de diversas experiencias teóricas alrededor del mundo, no podemos sino aceptar que ninguna foto vale más que aquello que puede contar.
La precariedad no tiene porqué molestar a las viejas generaciones, ya que no trae consigo el anuncio del trágico final de la ilustración, simplemente supone la posibilidad concreta de un desarrollo científico diverso. Conceptos, hipótesis y sistematizaciones no son sino formas de denominar las ansias de trascendencia que poseen algunos sujetos. La red está de nuestro lado, quizás eso explique, al menos en parte, su mala reputación.
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