Una historia que seguro irá oralmente de generación en generación –
La noche estaba oscura y a la vez clara de millones de estrellas, descendían de a poco hacia el oeste sin dejar de centellear ni una sola vez. El firmamento infinito prácticamente se podía acariciar. El sitio bajo la contemplación de desmedida belleza albergaba un amparo que servía a dos animales, un asno y un buey.
Ambos trabajaban juntos durante todos los días, estaban al servicio de un hombre que los usaba para sacar agua de un pozo que alimentaba los huertos. Una labor diaria de 12 horas corridas. Un giro que parecía no terminaba nunca. El buey era lo suficientemente viejo, mientras que el asno relucía su juventud.
Esa noche antes de dormir el buey le comenta al asno que las estrellas están más brillantes que nunca. El asno contempla el cielo desde el pórtico del refugio, mira al buey y le dijo sonriendo – «Estás viejo. ¡Las estrellas relucen igual que siempre!» Luego ambos se durmieron.
Pero en la madrugada el buey despierta con premura al asno para mostrarle algo que estaba pasando, algo que entendía maravilloso. –Pero ¿qué pasa? – dice el asno. El buey le muestra que una mujer estaba pariendo a solo unos metros de ellos. Ese nacimiento ocurría allí en medio de esa noche. “Te dije que era algo espacial lo que pasaba” – le dice el buey al asno. El asno lo mira y le explica que todos los días y las noches nacen niños, cientos, que este solo es uno más, que quizás lo único extraño es que acababa de nacer en el mismo lugar en el que ellos estaban. Luego ambos animales se vuelven a dormir.
A la mañana siguiente el asno despierta y lo llama al buey, que no responde. En ese momento comprende que ha muerto. Una tristeza invade su vida. Lamenta la partida de su amigo y a la vez adivina que ha quedado solo para las tareas del campo.
Durante varios años sigue trabajando alimentando de agua a la huerta. Luego es vendido a otro dueño que lo utiliza para hacer pastones de barro en la fabricación de ladrillos. Trabajo que lo desgasta durante casi 15 años. Nuevamente es mercadeado a otro dueño que lo emplea para llevar cargas de maderas y utensilios varios.
Cuando la vejez no lo deja trabajar más, su último dueño lo amarra a un árbol. Lo abandona sin más y allí queda librado a su suerte. Su pelaje está muy deteriorado, algo de sarna le ha empeorado la salud, sumado a su flaqueza. Casi no tiene vista, apenas puede observar bultos y movimientos, no puede oír bien y su dentadura ha quedado con pedazos de piezas, siete en total. Está débil y el detrimento general es muy grande.
Con su escasa vista alcanza a divisar que dos hombres se le acercan. Los oye levemente. Esas personas hablan entre sí. – “Es este” – dice uno. “Sí, tiene que ser este” – dice el otro. Lo desatan y se lo llevan. El asno apenas puede caminar con sus patas enclenques, pero avanza con los desconocidos. Mientras lo hace, nota que le colocan una manta de lino y lana en el lomo. Luego de eso alguien de un solo salto lo monta. Cuando eso ocurre el asno siente que las piernas le responden, como si estuvieran fuertes. También se sorprende que la vista se le recompone y puede divisar con claridad lo que está ocurriendo a su alrededor. Con la lengua comprueba que tiene todos los dientes y que las picazones interminables en las llagas de su piel ya no están allí. Se da cuenta que otra vez tiene la fortaleza de sus días de juventud. Observa que a medida que avanza con ese extraño en su lomo, las mujeres, niñas, niños y hombres a su paso lo avivan con caricias y ramillas que tienen en sus manos.
Mientras toda esa algarabía está ocurriendo, la persona que está sobre su lomo se le acerca al oído y le dice: «¿Me recuerdas?» Soy aquel niño, que nació una noche muy cerca de ti, en aquella gruta.
El asno sintió el corazón inconmensurable. Una emoción lo embargó mientras avanzaba camino a Jerusalén. Cada vez era mayor la muchedumbre que salía a recibirlo. La mayoría de la gente se quitaba sus mantos y los ponía en el camino. Otros colocaban ramas de palmeras en el pasaje. Vociferaban: “abran paso al asno del señor”.
Cuando llegaron a un gran templo, Jesús libera al asno que queda suelto en las calles y a poco de andar gana el campo. Esa noche se tira a dormir bajo un cielo infinito de estrellas. El siguiente amanecer lo encuentra muerto.
El asno y el buey juntos para siempre, en todos los pesebres, en las pinturas, en los hogares, los templos, entre las estrellas. Ambos entraron a un tiempo que se hizo perene. Se hicieron parte de un cielo. Porción exacta del firmamento.
Historia escrita por Guillermo Cavia en: