
Por Eduardo Gularte –
Tocar la puerta para llamar y salir corriendo, tal vez sea de las travesuras más repetidas de cuando uno es niño en casi todas las generaciones. Una tarea que no tenia demasiada dificultad y solo teníamos que tener ganas de correr rápido. Hacerlo dentro de una distancia de 10 a 20 metros de la esquina en cualquier manzana, nos aseguraba una huida casi perfecta, doblar rápidamente, nos daba la certeza de no ser vistos.
De todas las veces que lo hicimos con Pablo, recuerdo algunas que se destacaron más. Una donde tocamos timbre y echamos a correr, dónde el primero era Pablo, yo me retrasé al tropezar con una baldosa levantada, y casi termino en el suelo de esa vereda en mal estado. Al girar en la esquina, Pablo, volteo levemente la cabeza para ver dónde venía yo, y de pronto su rostro se hundió literalmente en el prominente estómago de Amparo, una gitana que a veces andaba en el barrio.
Pablo cayó pesadamente sentado y se levantó muy rápido, mientras llegaba yo a su lado, pero no atino a seguir corriendo, estaba paralizado de miedo al ver a la gitana. Mientras ella gritaba algo entre español y otro idioma inteligible, tome la mano de mi amigo y lo arrastre a correr. Mientras lo hacíamos, la dueña de la casa donde habíamos tocado el timbre, llegaba a la esquina atraída en parte por los gritos de la gitana, que agitaba su mano y juntaba la fruta que había cargado en el pliegue recogido de su vestido, y habían caído al chocar con mi amigo.
Al llegar a la casa de Pablo, me di cuenta que sus pantalones estaban mojados, se había orinado de los nervios, por esos dichos de que las gitanas se llevaban a los chicos, les tenía pánico. Eran cosas de las fábulas de abuelas y madres, que pretendían hacernos quedar en nuestras casas en la hora de la siesta.
Por un par de días, no salimos a nuestra rutina, nos dedicamos a perfeccionar algunas técnicas. Habíamos observado en varias casas, un pulsador de tapa redonda, que era muy sensible, pero sobre todo blando, así que con cinta de la trasparente acordamos en pegarlo y ver que pasaba.
La primera víctima fue doña Servanda, casi como de la edad de nuestras abuelas, veía muy poco y vivía frente a la plaza. Fue rápido y eficaz, pegamos el pulsador con la cinta y en lugar de correr a la esquina, cruzamos a la plaza y nos tiramos de panza detrás de un arbusto de bolitas rojas a ver qué pasaba. Se demoró, claro, era mayor, pero la sorpresa fue al salir, por su miopía no veía la cinta, pulsaba repetidamente y nada, seguía sonando. Abandonó la tarea y dejó la puerta abierta del zaguán en el apuro, y la puerta cancel también, desde enfrente podíamos escucharla a los gritos por el ruido del timbre, hablar con su hijo del problema. Mientras, yo contenía a Pablo para que no soltara su carcajada y quedar expuestos.
Aquella plaza del barrio nos dio otra gran oportunidad, sobre la otra calle contraria adónde vivía Servanda, estaba la casa de Alfredo, un tipo muy renegado. Recuerdo que no dejaba pasar a la hermanita de Pablo en bicicleta, por qué decía que las rueditas le rayaban la vereda. Tenía una de las casas más viejas de la cuadra, y no tenia timbre, solo un llamador de esos de bronce, al que le sacaba lustre con vehemencia. Casi parecía de oro, estaba alto para nuestra edad, pero planeamos algo como siempre, ese era un desafío.
Pasamos dos o tres siestas sentados en la plaza viendo qué hacer, logística dirían hoy, hasta que a Pablo se le ocurrió atar un hilo y tirar desde enfrenté. Un hilo que debía ser fuerte y no se debía ver, estuvimos debatiendo si tenía que ser negro o blanco para que no lo viera fácilmente, y decidimos por el negro. Después de ver qué posibilidades teníamos, yo decidí que el hilo debía ser del tipo de coser de la marca Cadena, el de la bobina grande, así que me presté a robarle uno a mi abuela que era modista.
Por frente de la casa de Alfredo, pasaban los cables de teléfono, que pocas casas tenían en aquel entonces, tiramos la punta arrollada a una piedra, por sobre los cables y Pablo con mi ayuda, haciéndole pie, llego a la altura y lo sujeto al extremo del llamador, lo comenzamos a tensar hasta buscar una posición en la plaza sobre su frente. Lo que pareció rápido nos llevó como más de media hora, entre la poca gente que pasaba, y algún que otro vehículo en el calor de la tarde, debíamos hacerlo rápido y sin que nos viera algún otro vecino.
Al fin tiramos dos veces del llamador, y ahí estaba Alfredo, con la camisa a medio meter en su pantalón, como salido de su siesta miraba y murmuraba. Nada podía hacer, y lo más importante no advirtió el hilo. No teníamos reloj, pero creímos esperar unos cinco minutos y lo volvimos hacer, está vez tiramos del llamador tres veces. No se imaginan la bronca de ese hombre, caminaba de la puerta al cordón mirando a derecha e izquierda, como buscando algún auto o bicicleta y nada. Y nosotros detrás de los pinos, inmóviles. Apenas ingresó, lo íbamos hacer de forma inmediata, pero el paso de un camión, nos corto el hilo y aprovechando su paso corrimos al otro lado. Y ya no volvimos a intentarlo con Alfredo, demasiado trabajo. Solo recordarlo, nos da una inyección de alegría y de vida, mientras con Pablo, los dos jubilados, miramos la plaza, sentados allí.