Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
La vehemencia que adquieren las emociones en las interacciones en la red ha estimulado un hábito peligroso: la intolerancia. Si alguien urde un discurso sobre las bondades de un sitio para vacacionar con evidentes cargas sentimentales, disentir será más que ejercer el derecho a la opinión contraria, será evidenciar que no se lo quiere, incluso no faltará quien comente que se trata de una falta de respeto. Y ante su inminente irrupción qué mejor que recurrir a la agresión, para amedrentarla y para que se comprenda que esa publicación no admite discordias. Los ejemplos son múltiples y cotidianos. Incluso la inocua elección del ejemplo ya anuncia los estrechos límites que tiene el lenguaje contemporáneo. Cada vez hay menos asuntos que pueden tratarse sin suscitar conflictos.
Decirle a alguien gordito, pelado o tonto nos puede acarrear tantos inconvenientes que debemos cuidar las palabras hasta el extremo, si no queremos acabar recurriendo a un abogado so pena de visitar las instalaciones del INADI. La extremada sensibilidad no se verifica sólo en los apelativos o en los chistes, también involucra otros aspectos mucho más importantes de nuestras interacciones. Una idea política, un refrán, una denominación coloquial pueden convertirse en agresiones, estigmas e insultos que acaban cercenando el universo de lo decible. Cada una de las dimensiones de nuestro acontecer están atravesados por una suerte de fuerzas de seguridad semánticas que aprueban o censuran según su criterio. Tan noble y esforzada tarea los habilita la única contravención aceptada a su norma fundante: puede tildar a cualquiera como violento, machista, discriminador, etc. Vaya paradoja, en su afán de deconstructor recurren a los términos más prosaicos para devaluar al autor. Si se menciona a una persona que vive en la calle como ciruja estamos estigmatizando y deberíamos decir “en situación de calle”, ya que es pasajero y no constitutivo del sujeto en cuestión. Sin embargo, quien así lo denomina no merece tal contemplación. Como en todo relato, hay buenos y malos.
Resulta comprensible que ante esta amenazante situación no sean pocos quienes opten por simular o peor aún por callar. Este ejercicio colectivo de la censura, que involucra tanto a unos y otros, es conocido como la cultura de la cancelación. Se trata de cancelar el acompañamiento de quien no piensa como corresponde, es decir como ellos. Tamaña actitud, que se considera una derivación del ciberbullying, hostiga las bases más profundas del entendimiento democrático. La jocosa máxima de: quien no piensa como yo es un fascista, parece estar tomando otro relieve.
Quizás una de las herramientas de la red pueda colaborar para paliar esta tendencia que convierte cualquier expresión en un agravio imposible de tolerar. Si pudiéramos ponernos de acuerdo e inaugurar una wiki internacional se podría generar un extenso y detallado diccionario de eufemismos para utilizarlo en la red. Estoy seguro que con muchas colaboraciones lograremos producir ironías y refranes bien pensantes, acordes con las nuevas sensibilidades y libres de toda herencia lingüística indeseada. ¿Quién se anima a comenzar?