Por Dr. Luis Sujatovich* –
El siglo XX nos ha dejado muchas enseñanzas a la sociedad argentina, aunque, lamentablemente, la mayoría han sido a consecuencia de procesos nefastos, tanto políticos, como sociales y económicos. Hemos aprendido a conservar la democracia, a procurar el respeto y a conservar las diferencias, pero no las desigualdades, o al menos constituye un intento que goza de legitimidad social.
Sin embargo, hay una sutil persistencia que parece inconmovible entre nuestras convicciones más frecuentes: somos un país rico por los recursos naturales que disponemos. Ciframos en la naturaleza nuestra más íntima esperanza para resolver nuestras carencias, parece que dependemos más del clima que de cualquier otro factor social, cultural o económico. El problema sustancial que todavía no hemos asumido es que la exportación de materias primas es causa de nuestros males y no su solución.
Y no se trata de discutir acerca de economía, mercados internacionales o comercio exterior, sino más bien de nuestro sentido común, de los fundamentos que sostienen nuestra cultura, nuestra representación de la nacionalidad. Ser argentino, ser argentina supone, casi de modo inmediato, producir en el campo. Basta concurrir a un acto, por ejemplo, en estas fechas tan importantes, para corroborarlo: el gaucho y la china no faltan. Y en cambio, cuesta encontrar docentes, científicos, artistas, intelectuales, músicos… ¿o acaso no había ninguno en 1810? Padecemos, sin darnos cuenta, un sesgo que está tan naturalizado que parece no existir: la producción agropecuaria es nuestra marca de identidad y también el modo de explicarnos como sociedad en el pasado, pero también en el presente.
La exclusión no se resume a los actos, ni a las efemérides, sino que allí apenas encuentra un espacio para manifestarse. No creemos que la educación sea una oportunidad para mejorar nuestras aspiraciones, sino más bien la aceptamos como una actividad necesaria para perpetuar el orden social, para obtener los rudimentos básicos y para socializar. No es casual que los edificios de cualquier nivel y región, si son de gestión pública, tengas importantes falencias, al igual que los ingresos de las y los docentes. Estamos fatalmente convencidos de que una buena cosecha es nuestra única posibilidad de solventar las demandas y añoramos regresar al pedestal de los países proveedores de trigo, carne y leche.
Ser el granero del mundo es nuestro orgullo, pero también nuestra expectativa. Afrontamos la era de los algoritmos munidos de vacas y granos. ¿Alguien considera que tendremos oportunidad de prosperar si seguimos comparando, en términos comerciales, culturales, tecnológicos y sociales, a las computadoras con los productos primarios?
La educación debería ser considerada como un imperativo moral kantiano, es decir “un mandamiento autónomo (no dependiente de ninguna religión ni ideología) y autosuficiente, capaz de regir el comportamiento humano en todas sus manifestaciones”. Los desafíos que enfrentamos requieren que las nuevas generaciones puedan desempeñarse con creatividad, solvencia y criticidad en un contexto que nadie puede describir con certeza.
Por lo tanto, si insistimos en las estrategias que nos han conducido hasta aquí, es muy poco probable que no nos prodigue un nuevo (y quizás más estrepitoso) fracaso.
*Investigador – Profesor Universitario – UDE – Universidad Siglo 21 –
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