Por Alejandro Sánchez Moreno* –
En Toy Story 3 Andy creció. Se prepara para ir a la Universidad, se va de la casa. Los días previos son los de una mudanza: ordenar, embalar, tirar. La mamá entra a la habitación, la pieza está desmantelada, cajas con etiquetas, no hay muebles. Atrás viene el perro que le regalaron en la primera película. Está viejo, camina despacio, perdió brillo en el pelo y los ojos tristes.
En el 2008 me divorcié. Me fui a lo de mi mamá con un bolso y un Peugeot 504. Estuve un mes y medio. Los primeros momentos son de arreglos: los días que los chicos están con cada uno, quién los busca y los trae de la escuela. Mientras me organizaba buscaba departamento, uno cerca del barrio. Al momento de la separación tenía dos tarjetas de crédito, compraba el diario todos los días. Deje de comprar el diario y di de baja una tarjeta. Algunos años hice horas extras en el Ministerio de Economía. Era a la tarde, salía del trabajo en plaza moreno y llegaba justo caminando por la diagonal. Controlábamos las boletas de Arba. Buscábamos errores, teníamos que trabajar de a dos. Uno dictaba, el otro sumaba. Cuando agarramos práctica, lo hacíamos solo. Llevábamos los listados con errores al sector de data entry. El dictado tenía que ser precisó, si era 1,05, tenía que decir uno con cero cinco. El micro costaba 1.5. Tomaba el 307 en la esquina del Ministerio. Subí y pedí uno con cero cinco. El chofer me miro raro. En la mesa grande donde trabajábamos, había un descanso de media hora, ahí charlábamos un rato. Un muchacho contaba que tenía tres laburos: enfermero, sereno y ahí en Economía. ¿Te vas a casar?, pregunto alguien. No, me voy a divorciar, contesto.
Una operación de urgencia demoró la salida de la casa de mi mamá. Ella no quería que me mudara tan rápido. Pero yo quería tener mi lugar para mí y mis hijos. Con el auto recorría Los Hornos. Vi un edificio nuevo en la avenida, cerca de mi anterior casa. Anote el teléfono de la inmobiliaria y llame al día siguiente. Me pidieron dos garantías de sueldo, es más fácil conseguirlas que una propietaria y es más fácil de ejecutar si hay retraso en el pago. El departamento era chiquito: una habitación, un pasillo, a la mitad estaba el baño, un living comedor y un balcón. Había un termotanque chico: si salíamos al cine y la película era a las seis, empezábamos a bañarnos a las tres. Al lado Vivían unos chinos que eran hermanos, en la esquina pusieron un supermercado. Años después me enteré que habían comprado un terreno al fondo y se hicieron una casa enorme. A la hora de la cena había olor a frito. Hablaban poco castellano, pero enseguida aprendieron a decir boludo.
Empecé a arreglar el departamento: compre una heladera chiquita, conseguí un colchón viejo de dos plazas, ahí dormíamos los tres al principio. Una tarde acompañé a Marcelo al estudio de abogados. En el patio había un escritorio tirado. Pregunte y me dijeron que me lo podía llevar. Lo lijé, le puse un líquido especial contra los bichos de la madera, lo pinte y lo barnice. Hoy lo usa Eugenio, es su escritorio para hacer música y jugar. Cuando me enojo protesto que es mío.
Al poco tiempo compré un lavarropas económico. Había que llenarlo manualmente, vaciarlo y volver a llenarlo para enjuagar. Las primeras dos veces hice un desastre. No sabía cómo enjuagar y la ropa quedo acartonada. La segunda puse mal la manguera y se inundó el departamento. Por el desagüe del balcón cayó el agua con espuma. El dueño del edificio me vino a decir que arruinaba la vereda.
La primera noche estaba solo. Toque algo y me quede sin luz. Escribí a la inmobiliaria. Al rato me llego un mensaje que no era para mí: ¿qué hacemos José?, ¿lo dejamos sin luz al nuevo?
Un divorcio es empezar de nuevo. Hay que abrir un vino y no hay destapador. Vas a la esquina y compras uno. Un día haces un puré y no hay pisa papas. Un compañero me presto una cama de una plaza, Marco un reproductor de DVD, Marcelo una cama marinera. Un domingo llovía: Marcelo no estaba, pero tenía llave, desarme la cama, me costó bastante, la cargué en el portaequipajes, la ate con unas sogas que compre a la mañana en la ferretería, la cubrí con una sábana vieja. La llevé despacio y la arme rápido. Más adelante compre un futón de pino. Lo subí solo por las escaleras. No sé cómo hice.
María vive en un barrio que primero fue un asentamiento. Está atrás de la cárcel de mujeres. Ahora tiene una calle principal que está asfaltada. Mirando los negocios se nota quién vive. Un restaurant ofrece pollo a la broster y en las esquinas venden tortilla. Me paso la dirección, me equivoque algunas calles, pero al final llegue. Baje el lavarropas económico y el futón. Salió María y atrás los chicos. No llegue a contar cuantos eran. Estaban contentos, se sentaron en el sillón y jugaban a que miraban televisión.
Llegue al departamento un día de mucho calor. El sol brillaba. El resplandor era difícil de soportar. Entrecerré los ojos y entre. Faltaban tres días para que vengan los chicos. Abrí cajas, guarde cosas en los muebles. Limpie fácil los pisos porque el departamento estaba casi vacío. Hable varias veces por teléfono. Me llamaban seguido. Llego la hora de dormir. Me acosté. Una hora, dos horas, tres horas, toda la noche despierto. Me levanté para ir a la oficina. Me bañé rápido. Pensé: esta noche caigo rendido. Segundo día sin dormir. Los ojos me ardían. Recordé la charla con la psicóloga, me pregunto: ¿alguna vez viviste solo? Sí, con amigos, conteste. Eso no es vivir solo, respondió. Se acercaba la tardecita. No quería pensar, pero era inevitable. Seguro esta vez duermo. De vuelta lo mismo. Me levanté varias veces. Probé todo: dos duchas, leche caliente con chocolate, leer, mirar una película. Tendría que haber probado con historia argentina, eso le recomendaba mi abuelo a mi papá para que le venga el sueño.
En la oficina me miraban todos. O yo creía que me miraban. Llevaba cuatro días sin dormir. Quería pero no podía. Los ojos me ardían cada vez más. Fui a jugar a la paleta. Quería sumar cansancio. Pero nada. Tenía turno con la gastroenteróloga, para hacer un control de la operación de la vesícula. Le conté lo que me pasaba. La psicóloga me había dicho que me ayudara con un medicamento. Me receto una, me dijo que eran geniales. Compre una tableta y tome media antes de la cena. Me desperté a la madrugada, el televisor estaba encendido. En un cajón de mi pieza tengo el blíster vacío de las pastillas. Pasaron quince años.
Después de un año en el departamento, la inmobiliaria me aviso que venía un aumento del alquiler. Estaba en el contrato. Tenía algunos ahorros. Empecé a recorrer de vuelta Los Hornos. Encontré un terreno que se vendía. Fui a la inmobiliaria, hice una oferta, quedaron en llamarme. Pasaron los días y llamé yo. No encontramos al dueño, dejo los datos pero no responde. Seguí buscando. En una calle vi una construcción, estaban haciendo una tira de dúplex. Había uno solo terminado. Toque la puerta y pedí permiso para verlo. Un abogado que estaba escuchando Vida de Sui Generis me lo mostró. Me dio los datos de los dueños. Al día siguiente me recibieron en una oficina de la sociedad española de constructores. Me pidieron 159.000 pesos. Estábamos a una semana de la navidad del 2009. Le dije que no los tenía. Que podía juntar algo, sacar un préstamo y después pagar por mes. Me dijeron inmediatamente que sí. Me ayudaron a mudarme y a pintar el departamento que alquilaba. El dúplex venía con cocina, calefón, bajo mesada y alacena. La escribana que hizo el boleto de compra venta me dijo que nunca había visto que entregaran una vivienda así.
Tres años después mi papá murió. Con una plata heredada me mudé a un dúplex más grande atrás, en el mismo complejo. Tres habitaciones, dos baños y lugar, a la intemperie, para la camioneta. La diferencia que pague fue de 75.000 pesos. La mudanza fue por el pasillo, en una tarde trasladé todo. Me ayudaron Eugenio, Sara y Mercedes. El dúplex anterior quedo vacío. Fabián, uno de los constructores, me aviso que me había olvidado algo en la alacena. Era un pote metálico viejo para el azúcar. Ahí estaba mi papá, o mejor dicho una parte de mi papá. En una película española, Los lunes al sol, un grupo de amigos se embarca para tirar las cenizas de un compañero al mar. Después de unas horas se disponen a hacer la ceremonia. Uno dice, ¿quién tiene las cenizas?, yo no, contesta otro. No las tiene nadie. Estallan las carcajadas.
Sara me pidió que le busque algo en la pieza. Me manda una lista por WhatsApp. Dos remeras, un bolsito, medias, un neceser, zapatillas, cuaderno, fibras. La puerta está con llave. Yo sé dónde las guarda. Están en un lugar secreto para que no entre el hermano que le desordena. Abro la puerta, junto las cosas, cuando me voy a ir me doy vuelta. Miro detenidamente la pieza: la cama, es la que usaba yo cuando era joven, el armario, los cuadros, las sillas, los adornos, la lámpara portátil con batería. Todo está quieto.
https://medium.com/@alesanchezmorenolh/andy-b4caabc598b2
*Colaboración para En Provincia.
Fotografía: Archivo web.