Por Andrés Mazzitelli –
Tío Guillermo nunca revelaba sus trucos.
Podía suplicarle, perseguirlo durante toda una reunión familiar hasta que me vencía el sueño, pero él jamás me explicaba sus trucos de magia.
A decir verdad, tampoco decía que fueran trucos. Eran pequeños eventos fantásticos que se presentaban sin previo aviso. Porque Tío Guillermo jamás anunciaba “Voy a hacer un truco de magia”, sino que la magia llegaba de pronto, y era siempre asombrosa e inexplicable.
Tardé hasta la pre adolescencia en percibir que Tío Guillermo debía tener una rutina montada. Por esos años, los eventos familiares perdieron naturalmente interés para mí y se volvieron un programa chino, pero Tío Guillermo me salvó del tedio. Incluso empecé a esperar las reuniones familiares, los aniversarios, cumpleaños, bodas, bautismos, comuniones, sólo con la expectativa de re encontrarme con el asombro y la fascinación.
Lo observaba durante toda la gala, trataba de sentarme cerca de él y de Tía Carmen, porque sabía que en cualquier momento algo mágico sucedería, pero siempre lograba tomarme desprevenido.
Mi padre odiaba a Tío Guillermo. Nunca lo dijo, pero estoy seguro de eso. “Sonríe demasiado”, mascullaba a veces sobre él cuando se había marchado. Mi padre sonreía muy poco. Lo suyo en la vida era una especie de lucha por la supervivencia que se libraba estoicamente con los dientes apretados. No había ningún espacio en su mundo para la magia, y menos para la magia del Tío Guillermo. Era su hermano menor pero en realidad parecían no pertenecer siquiera al mismo planeta. Así de distintos eran.
Una vez, durante el cumpleaños de la Abuela Augusta, hizo aparecer un gato dentro del armario de bebidas, que estaba cerrado con llave y a la vista de todos en el comedor.
-El gato lo puso él, seguramente nos escamoteó la llave un rato antes – sentenció mi padre con su amargo escepticismo de siempre. Yo, que ya estaba en segundo de bachiller, traté de explicarle que era imposible, que el gato era desconocido y salió mansamente del armario de bebidas. Cualquier gato se hubiera enloquecido y habría destrozado el armario al verse encerrado.
Esa noche, antes de que arrancara el auto, me colgué de su ventanilla y volví a preguntarle cómo hacía sus trucos. Tío Guillermo sonrió, así, como no le gustaba a mi padre que sonriera. Después me susurró al oído:
– No se lo digas a nadie, pero…soy de otro mundo. Sólo estoy de visita en la Tierra recogiendo datos. Un día vendrá una luz a buscarme y tendré que despedirme. Pero no te olvidaré, querido sobrino.
Mientras el coche se alejaba, escuché que gritaba “Y el mapa de cómo llegar a mi mundo está a tus pies!”
Me quedé perplejo en medio de la calle húmeda esa madrugada, sin entender nada. Pero cuando me desvestí antes de dormir, dentro de mi zapato izquierdo encontré un papel doblado! En el papel había un dibujo de la Tierra y un dibujo de un planeta bastante más grande, con 3 lunas, marcado con la letra griega φ ( fi) Una línea roja de puntos con una flecha conectaba los dos mundos. Esa noche vagamente dormí.
Cuando tenía 8 o 9 años fuimos una vez de visita con mi madre y mi hermana a lo de la Tía Victoria. A mi madre le gustaba ir de vez en cuando porque la Tía Victoria vivía en el Centro, en un soberbio departamento antiguo de un 3er piso de esos altos, equivalentes a 6 o 7 pisos de las enclenques edificaciones modernas. Vivía como una reina, sin ocultar su fortuna de viuda con campo. Mi madre se vestía con lo mejor para ese paseo, que siempre incluía un largo té con masas y una vuelta por las galerías para mirar vidrieras. Una tarde estaba aburridísimo con lo del té cuando llegó Tío Guillermo. Saludó a todos y entró a un pequeño baño de servicio. Pasaron unos minutos y Tío Guillermo no solo no salió del baño, sino que volvió a entrar por la puerta principal, repitió el saludo y volvió a meterse en el baño. Nadie le prestó atención, tan ensimismadas estaban las mujeres en su charla, excepto yo, que a la tercera vez lo miré asombrado y él a la pasada me devolvió una sonrisa traviesa. Esto sucedió cuatro veces. La última, Tío Guillermo volvió a entrar por la puerta principal, pero esta vez sosteniendo una taza de té a medio beber del mismo juego del que bebíamos todos! Demás está decir que antes de partir inspeccioné el pequeño baño y no tenía en su interior más que una pequeña claraboya por la que ni siquiera hubiera pasado mi cuerpo de niño. Además…estaba en un 3er piso!
Por la noche, cuando le conté todo a mi padre él ni me prestó atención. Sólo me regaló otra de sus sentencias:
– El Tío Guillermo hace pelotudeces desde que éramos chicos. Ha hecho pelotudeces toda su vida. Espero que no sigas su ejemplo o te volverás como él, o sea un pelotudo.
Lloré esa noche. Lloré sofocando el sonido con la almohada. Lloré porque podía sentir cómo mi mente se volvía como la de mi padre, y empezaba a pensar posibles formas de hacer esa magia con artimañas o ardides, la mayoría insólitos y hasta ridículos. Ese es el verdadero motivo por el que los magos jamás revelan sus técnicas. Porque revelar un truco es aniquilar una ilusión. Así que luché hasta doblegar el maldito pensamiento analítico. Y a partir de ese momento empecé a charlar cada vez menos con mi padre, hasta llegar al final de la secundaria, cuando prácticamente ya no nos dirigíamos la palabra. A él no le debe haber parecido mal, tal vez pensaría que yo era fuerte e independiente, que había hecho un buen trabajo de crianza conmigo.
Fueron decenas de momentos sorprendentes, y aún así, prolijo como un designio de la Naturaleza, Tío Guillermo jamás me reveló el secreto de su magia y siguió sosteniendo que no había ningún truco.
En todos esos años fue mi provisión inagotable de encantamiento, mi conexión directa con lo deslumbrante, con el embeleso y la sugestión. Ni siquiera soy capaz de sopesar cuánto de todo esto anidó en mi espíritu definitivamente desde entonces, se cristalizó y pasó a formar parte del entramado de mi futura personalidad adulta. Aprendí a creer en imposibles, a divertirme con absurdos o rarezas que muy pocos advierten. Hubiera sido otro, no sé si peor, pero sí miope o acaso ciego al asombro y a la capacidad de maravillarme.
Ya era un escritor bastante exitoso y vivía por mi cuenta cuando recibí el llamado. A mi padre, de pronto, el cáncer le estaba pudriendo el páncreas, y su desmoronamiento era inexorable. Viajé de inmediato. Me asusté cuando lo vi.
Me miró con unos ojos que no le conocía, eran como ojos de infancia, me habló a duras apenas, como jamás me había hablado.
– Quiero pedirte un favor…porque soy demasiado cobarde para hacerlo yo. Quiero pedirte que le hables a Tío Guillermo y le digas si puede hacer un poco de su magia conmigo. Sólo él puede hacer desaparecer esto. Lo harás? Prometes que lo harás?
Le dije que sí. Qué otra cosas podía decirle? No era ya mi padre. Era un niño asustado.
Se fue un par de días después de ese momento de redención.
Tío Guillermo tuvo tiempo de vida para captar un par de veces con su magia la mirada atónita de mis hijos cuando todavía eran pequeños. Me vi a mí mismo en ellos, como transportado en un conmovedor círculo de tiempo y designio.
Pero se reservaba un par de sus mejores trucos para el Gran Final.
Cuando faltó la Tía Carmen, se trasladó definitivamente a la vieja casa de la playa y pasó sus últimos años escribiendo y pescando.
Y una tarde de fines de Abril salió de pesca y no volvieron a verlo. Su bote apareció en una playa cercana varios días después.
Mi padre, el de mi infancia, hubiera dicho lo mismo que dijeron todos los que no conocían su magia: que tal vez tuvo un ataque y cayó al mar. Pero yo recordaba muy bien sus palabras. Si hubiera estado ahí, sin duda hubiera visto una luz en el cielo o sobre el mar. Igual, no me hacía falta constatar nada para creer, pues la incredulidad en mí se hallaba en estado de saludable suspensión precisamente gracias a él.
Un par de años más tarde, mientras desayunaba en un tranquilo bar, empecé a reír como un loco leyendo el periódico, ante la mirada extrañada de quienes me rodeaban: habían descubierto un nuevo exoplaneta mucho más grande que la Tierra y con tres lunas.
Lo llamarían Fi.
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