Amamos la tecnología porque nos hace olvidar que somos humanos

Profesor Dr. Luis Sujatovich – UDE – Universidad Siglo XXI –

La tecnología digital funciona. Es, acaso, uno de las pocas certezas que suscita acuerdos fácilmente en nuestra sociedad. No se adoptan los dispositivos como productos sesgados de la acción deliberada de una empresa, bajo ciertas circunstancias culturales, impulsados por el afán de lucro. A veces  se conceptualiza el celular  como un objeto absolutamente neutro, sin historia ni interese detrás, se lo asume como un aparato complejo, útil y con múltiples potencialidades pero sin conflictos, ni errores. Se asemeja a las definiciones de los diccionarios del Estado moderno, de la Justicia, del dinero: se presentan pulcros, simétricos y con una función indispensable que cumplir.

Si asistimos a una equivocación generada por el vínculo entre una persona y un equipo informático, ¿a quién le endilgaríamos la responsabilidad, casi sin dudarlo? De la fascinación por el funcionamiento veloz, por sus virtudes multimediales y por la sencillez procedimental que ofrecen hemos pasado, en menos de dos décadas, al convencimiento colectivo de su ínfimo margen de error. Del pensamiento mágico a la certeza científica sin largos procesos históricos, todo parece fluir con la cadencia de una reproducción automática de videos: podemos detenernos en los que nos gustan, sin riesgo, sin compromisos, pura experiencia del confort.

No deja de ser una particular manera de congraciarnos con nuestra condición, esta confianza al saber técnico que rubricamos cada día. Nos complace usar algo que no parece humano pero que a la vez nos pertenece, claro que para eso es necesario invisibilizar que ninguna de sus partes ha sido creada sin sangre, sin sudor, sin cuerpos. Y no se trata simplemente de una opción de vida apolítica, dado que existen desde hace mucho tiempo: el cine, la literatura, la economía y la educación son ejemplos evidentes de ese abordaje acrítico, que simula carecer de  subjetividad, pero en realidad está anclada en el sentido común que es el grado cero de cualquier interpretación problematizadora.

Nuestro idilio compensa la falta de referentes construyendo a la tecnología como el mejor de ellos, no sólo porque es el último, sino también porque nos reconforta con su eficiencia. Y el amor, hay que admitirlo, es correspondido. No se oyen las mismas quejas que con el Estado, la democracia o el dinero, porque sabe qué queremos y es capaz de brindarlo rápido, a bajo costo (o al menos eso nos parece) y con exquisita precisión. 

Tan fuerte es el vínculo que hemos estrechado, que toda queja resulta extemporánea, falsa o atravesada por una tendencia opositora cegada en el extremismo. Sin embargo, la medida de nuestra inteligencia no puede cifrarse sólo en el modo en que cegamos nuestros afanes con la tecnología. Siguen existiendo, aunque en forma cada vez más periférica, saberes que no están supeditados a los algoritmos. Y además, aún a riesgo de parecer agorero, tenemos que aceptar que los equipos caducan, las conexiones fallan y las recomendaciones de las plataformas cometen equivocaciones. ¿Será que articulamos tanto la tecnología a nuestra vida que ya ni advertimos sus falencias, o que preferimos obviarlas para evitar el desengaño?   

Quizás amamos la tecnología porque nos hace olvidar que somos humanos.

Fotografía: Archivo web.