
Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
Si tuviéramos que elegir un acontecimiento social, cultural y tecnológico de los últimos treinta años, ¿con cuál nos quedaríamos? Muy probablemente demandaría mucho esfuerzo llegar a un consenso, ya que primero deberíamos definir si optaríamos por los dispositivos, las plataformas, los nuevos géneros o la diversidad de usos que se han ido incorporando a los hábitos comunicacionales de la sociedad occidental. Esta simple interrogación nos permite comprender que estamos atravesando un período que incluso para los historiadores resultará difícil de clasificar. Ni siquiera hay un consentimiento acerca del modo de denominar esta época, por lo tanto no es extraño que sus cualidades aún estén en discusión. Al respecto, Marc Augé, en su libro “¿Qué pasó con la confianza en el futuro?”, propone los siguientes interrogantes: “¿no podemos considerar que durante el último medio siglo ocurrieron más transformaciones científicas y tecnológicas radicales que desde la aparición de la humanidad? A lo largo del siglo XXI, ¿no habrá que estudiar tramos de diez o vente años para captar la medida de las transformaciones acaecidas?”. Sus apreciaciones habilitan el acceso a una certeza subyacente: si las ciencias sociales no están preparadas para dar cuenta de las múltiples dimensiones en las que se expande la contemporaneidad, ¿podrían adecuarse los sujetos? Cada uno de nosotros tiene herramientas, estrategias y oportunidades para replantearse su rol dentro de una vorágine inédita, explícita y muy demandante. ¿O acaso alguien sabe cómo comportarse sin recurrir a prácticas del pasado ni tampoco apelando a la mera prohibición como un recurso autoritario?
La sórdida crítica de Nicholas Carr en su ensayo “¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?” supone un posicionamiento contrario. Es interesante advertir que ante la perplejidad no falta quienes prefieran sancionar a explicar, atribuyendo a la sociedad los males que le aquejan. Ese ejercicio discursivo es muy conocido, se suele aplicar a los pobres con frecuencia. Su estimación acerca de nuestro desempeño en la red, se estanca en el pesimismo: “cuando usamos tecnologías de la información, entramos en un entorno que fomenta una lectura ligera, un pensamiento apresurado y distraído, un pensamiento superficial”. No se trata de negar las consecuencias perniciosas que afectan nuestra subjetividad, pero es justo mencionar que ni la Modernidad ni la Edad Media tienen tantos méritos para jactarse. A veces se maltrata al presente en nombre de un pasado que, si se mirara con el mismo rigor, tampoco aprobaría el examen. Además, como ya demostró Umberto Eco, ni los apocalípticos ni los integrados (así denominaba a quienes sólo venían virtudes en la manipulación de medios audiovisuales) pueden aportar mucho más que sus prejuicios, sean positivos o negativos. Rara vez salen de sus ideas y van a indagar para saber qué sucede, se limitan a pronosticar y a esperar que la suerte los acompañe. Si aciertan son profetas, sino farsantes.
¿No sería menos petulante aceptar que estamos abrumados y proclives al espanto porque este tiempo no nos deja afincarnos ni podemos simular que lo dominamos? Quizás no sepamos explicar el mundo sin juicios de valor. Motivo suficiente para suspender nuestras certezas.