Por Yesica Lorena Bruni –
Mi infancia transcurrió en Veracruz, una ciudad portuaria ubicada en la costa del golfo de México. Al inicio de la década de los noventa, mi papá que es ingeniero mecánico, había sido convocado para trabajar en el área de producción de una plataforma petrolera ubicada allí. El clima tropical, las playas de arena blanca y fina como la sal, de aguas cristalinas de oleaje tranquilo, la gente cálida y servicial revelaban la sublime belleza de esta ciudad.
El puerto de Veracruz concentraba toda la actividad económica siendo visitado por turistas de diversas procedencias a lo largo de todo el año. Grandes barcos comerciales y militares, cargueros, pescadores, vendedores ambulantes, músicos callejeros, cafeterías tradicionales, monumentos históricos como la Parroquia del Cristo del buen viaje y el Museo Naval formaban parte de este paisaje pintoresco.
Los hechos que a continuación relato ocurrieron durante la temporada estival en la que la afluencia de turistas era mayor mientras que los lugareños solían irse de vacaciones.
Con mis amigos mexicanos, Francisco, Juana y Miguel, solíamos encontrarnos para jugar enfrente de una casa antigua cuya estructura se distinguía del resto que eran de estilo moderno y más pequeñas. Allí vivía un hombre mayor, de andar pausado, algo ermitaño, que sólo salía de su casa para dar de comer a las palomas que se convocaban bajo el tilo lindero. Lo veíamos a diario compenetrado en su labor, hasta que en el transcurso de una semana notamos su ausencia y pensando que se había ido de vacaciones decidimos por pura curiosidad ingresar a la vieja casona. Francisco y Miguel con ayuda de un palo de escoba lograron vencer la persiana de una pequeña ventana y así tuvimos acceso. Nos encontramos frente a un amplio comedor de piso de madera oscura con muy pocos muebles: tan sólo una gran biblioteca, una mesa ratona de vidrio pequeña y sobre la pared opuesta a la ventana un enorme retazo de tela roja de la que colgaban una docena de espadas pequeñas de hojas metálicas sin filo y con empuñaduras de madera.
Percibimos de pronto el sonido algo difuso de una melodía clásica. Siguiendo su rastro nos desplazamos por el amplio comedor hasta llegar a un pasillo estrecho, largo y oscuro. Caminamos sigilosamente y en absoluto silencio descubrimos la puerta de una habitación. Miguel espió por el ojo de la cerradura y pudo distinguir la figura de nuestro vecino que estaba sentado tocando el violín. – ¿Qué hacemos ahora? susurró Miguel. Nos quedamos paralizados por un momento, sin saber que decir frente a la inesperada situación. -¡Por lo pronto salgamos rápido de aquí! dijo Juana en voz baja y entonces todos la seguimos por el pasillo caminando hacia la salida procurando no hacer ruido. La melodía cesó. Escuchamos el ruido de una puerta abriéndose y entendiendo lo inevitable de la situación aceleramos la marcha. Intentamos sin éxito forzar la cerradura de la puerta de salida. -¡Adelante niños, no hay nada que temer! nos dijo para nuestro asombro el vecino con voz bondadosa y mirada amigable. Nos guió hacia una sala más pequeña donde había una mesa con sillas, todo de madera de roble y un aparador que sostenía un televisor que estaba encendido. En el noticiero se anunciaba un alerta ante la inminente llegada de vientos huracanados con ráfagas de hasta 160 kilómetros por hora. Un ciclón tropical azotaría la zona costera del golfo de México. La comisión nacional de huracanes se encontraba preparando un operativo y aconsejaba evacuar la zona durante las próximas seis horas. Notando nuestra expresión de pánico, nos tranquilizó diciéndonos que todo estaría bien. –Los voy a acompañar a cada uno a su casa, sus padres deben estar preocupados.
Antonio era jubilado, arquitecto de profesión y en su vida activa había participado en distintos proyectos basados en el diseño de construcciones resistentes a los huracanes, a lo largo del estado de Veracruz. En su propia casa había construido un sótano que consistía en una estructura de placas de acero unidas por tornillos recubiertas de concreto.
Invitó a nuestros padres a este refugio para que eviten el trajín que significaba preparar una evacuación. Agradecidos aceptaron el ofrecimiento, organizando en conjunto una lista de objetos y comestibles con que cada familia contribuiría.
Una vez reunidos todos en la casa de Antonio, bolsas de dormir, frazadas, cajas con comestibles y demás víveres iban pasando de mano en mano hasta juntar todo en la habitación que daba al sótano. Miguel fue a buscar un par de espadas de las que estaban en el comedor, autorizado por Antonio.
-Estos niños tendrán que explicar a Antonio que hacían entrando sin permiso a su casa- dijo el papá de Miguel. –La curiosidad es el alma de los niños- contestó Antonio sonriendo.
Accedimos al sótano a través de una puerta maciza de hierro que al abrirse conducía a una serie de escalones compactos de cemento.
El espacio era bastante amplio, parecía una prolongación subterránea de la casa. Estaba bien iluminado y contaba con gran cantidad de instalaciones, algunas en fase de obra. Había diez baños, cinco cocinas, varias mesas largas rectangulares con sus respectivas banquetas y alrededor de una docena de colchones y camas cuchetas. Las paredes estaban decoradas con cuadros que mostraban distintos paisajes típicos de Veracruz: las playas, las sierras, el puerto, los distintos museos y monumentos históricos eran reflejados fielmente en su esencia dando calidez al ambiente. Antonio nos contó que esas pinturas al óleo eran obra de su mujer que había sido una reconocida artista plástica en la ciudad.
Cuando ya estábamos cómodamente instalados en el sótano seguimos las noticias a través de la radio. Una fuerte tormenta azotaba en ese momento la península de Yucatán. Se preveía que dentro de un rango de 48 horas llegase al golfo de México convirtiéndose en huracán. De cumplirse estas predicciones se esperaban eventos catastróficos: inundaciones, caídas de árboles, voladuras de techos y posibles cortes en el suministro de luz y agua.
Los reportes eran preocupantes, sin embargo allí nos sentíamos a resguardo. Antonio comentó que la construcción de ese sótano había surgido como un proyecto comunitario con el objetivo de albergar a una cantidad de aproximadamente cincuenta personas. Planeaba terminar la obra en los próximos cinco años, deseando que la salud lo acompañe. Ese sería su legado a la ciudad y a la vez honraría la memoria de su padre que había sido un eminente científico dedicado a la investigación del fenómeno de los huracanes.
El golfo de México venía sufriendo las consecuencias de este evento climático desde tiempos remotos. A pesar de que se continuaba investigando en torno a las estadísticas históricas, aún había factores oceánicos y atmosféricos difíciles de comprender, que hacían impredecible su comportamiento.
El tiempo transcurrió imperceptible en medio de aquella contingencia. El trato cordial de Antonio, las charlas interesantes entre los adultos, los divertidos juegos que inventamos con mis amigos mexicanos, diluyeron en parte la incertidumbre que se vivía. Francisco y Miguel jugaban con las espadas simulando ser dos hábiles espadachines. Su gran compenetración provocaba las risas de los adultos. Con Juana pasamos gran parte del tiempo hojeando libros infantiles que encontramos en un baúl. Antonio deleitó nuestros oídos robándole melodías clásicas al violín. Comimos exquisitas arepas dulces y una tarta de elote que prepararon los padres de Juana, que trabajaban como chefs en una cafetería del puerto.
Pasaron veinte años de aquellos tristes eventos que se llevaron varias vidas y dejaron serios daños materiales en el estado de Veracruz. La zona costera del Golfo de México continúa siendo víctima de este fenómeno impredecible y devastador. Todo lo que viví y aprendí en aquellas circunstancias incidieron en mi elección profesional.
Conservo un frasco grande de vidrio que me regaló como recuerdo Antonio en nuestra despedida, cuando volvimos con mi familia a Buenos Aires. Me aconsejó que lo use como “contenedor de sueños”: – Una vez por semana escribe en un papel algo por lo que estés agradecida y un deseo que quieras concretar. A fin de año abre el frasco y lee todos los papeles, recordando todo los motivos por los que celebrar la vida, los sueños concretados y los que quedan por realizar. Esta era una tradición que Antonio había heredado de su familia y había pasado de generación en generación.
Este fin de año abrí el frasco. Un deseo concretado: me recibí de Ingeniera Civil. Un deseo que queda por realizar: volver a Veracruz y continuar con la obra de Antonio.
Realizado en el Taller de Cuentos de “Al Pie de la Letra de María Mercedes G”