Luis Sandrini: memoria de un actor al que un desatino arrojó casi al olvido

Por R. Claudio Gómez –

Un 5 de julio, hace 40 años, moría en la ciudad de Buenos Aires el actor Luis Sandrini. Padeció en una agonía lenta que le deparó 16 días de cama. Había nacido en San Pedro, provincia de Buenos Aires en 1905. Desde muy niño se expuso al público, en el circo, como payaso, de la mano de sus padres

Su paso por el cine fue torrencial: entre 1933 y su fallecimiento participó en más de 80 filmes. Entre ellos, la primera cinta sonora argentina, Tango, de Luis Moglia Barth.

En tamaño recorrido, abundan los éxitos y algunos fracasos. Hablamos de cine, claro. Su vida privada será materia de alguna biografía mejor de las que tan escuetamente se han escrito acerca de su persona.

Digamos únicamente que en sus inicios en la cinematografía pretendió oficiar de galán, no lo logró. Se convirtió en un ícono de la escena nacional, reconocido menos por su pinta que por una extraña condición que hasta el momento nadie igualó: podía hacer reír y podía hacer llorar.

La subjetividad motiva todos los análisis. Nadie peca de argumentar a favor o en contra por cuestiones que le resultan indiferentes. Aquí vamos a volcar una apreciación que podría ser equívoca. Culpemos, si así fuera necesario, a la subjetividad.

Luis Sandrini personificó, en general, al hombre-porteño-común, enfundado según las épocas.

Un poco torpe, un poco soñador; quizás utópico, su propio nombre fue un personaje y una representación, antes que el seudónimo de un actor. Como en la vida, los finales felices de sus películas requirieron siempre de unos cuantos obstáculos y desprecios para consagrar expresiones que dejaron registro en la cultura popular.

Admirado por competidores de la talla de Charles Chaplin y Cantinflas, Sandrini fue en el cine otro de aquellos antihéroes que reñía con la hipócrita aristocracia de las escaleras de mármol y los teléfonos blancos. De esa forma, las salas se colmaban de espectadores de clases baja y media que, a través de él, querían verse representados a sí mismos.

El comediante mexicano, Roberto Gómez Bolaños, Chespirito, en sus memorias, lo retrata como “un argentino que debería tener residencia oficial en el Olimpo de los comediantes: el señor don Luis Sandrini, un actor en toda la extensión de la palabra, que lo mismo nos arranca carcajadas que lágrimas. Había sido mi ídolo desde la infancia y lo siguió siendo siempre”.

Un desatino (juzgar las causas hoy sería injusto, solo Dios sabe) le esquivó la gloria y le reservó casi el olvido. En el camino de las personas hay luces y sombras. Las sombras más oscuras son a menudo ajenas, sorprendentes e inesperadas. Aquí una síntesis de su desgracia.

En 1979, se estrenó el filme La fiesta de todos, una comedia documental argentina, dirigida por Sergio Renán. Estaba referida a la Copa Mundial de Fútbol de 1978. En ella trabajaron muchos y variados actores y actrices nacionales. Entre ellos, Sandrini.

El tono festivo y reivindicatorio del film fue duramente cuestionado, incluso bastantes años después de terminada la más nefasta dictadura de la que el país tenga memoria. Por caso, en 2006, Página 12 opinaba: “Con ocasión del Mundial de Fútbol 1978, Renán dirige la Olimpia (salvando las distancias estéticas) de la dictadura argentina; una película que alterna fragmentos de los partidos con escenas argumentales (…) y adustos testimonios de personajes públicos como Félix Luna, que cierra la película explicándonos a todos por qué aquel Mundial fue una verdadera fiesta de todos”.

Un año después, el director del filme, Renán, intentó una reivindicación de su producto y quizás de sí: “En torno a esa película, hay miradas profundamente parciales e injustas. Esa gente no tiene clara la alegría colectiva que se vivió en el Mundial 78 y que yo admito haber compartido. En cambio, nadie habla de Crecer de golpe, la película que hice sobre un texto de (Haroldo) Conti, muerto por la dictadura”.

Sandrini podría haber expuestos argumentos similares en su defensa. En 1969, durante la dictadura de Juan Carlos Onganía, protagonizó El profesor hippie, un docente del colegio Nacional Buenos Aires que defendía a sus estudiantes de la violencia policial; en 1970, durante el mandato de Roberto Levingston, caracterizó a El profesor patagónico, un profesor exiliado al sur del país, que termina como maestro rural, y en 1972 hace El profesor tirabombas, cuyo título por aquellos años constituía por sí mismo un peligro para el conservadurismo militar.

Las sombras son más que el registro del entrevisto sol a través de los árboles: opacan y destiñen los destinos. Sandrini acaso ríe o acaso, llora.