
Editorial –
Hay gestos que no son solo errores: son profanaciones. Esta semana, un hombre decidió sacar dos gansos de los lagos de Palermo y llevarlos a su pileta de natación. Lo hizo como quien traslada un adorno, como quien cree que la belleza puede privatizarse. Pero los gansos no son decoración. Son vida, son símbolo, son parte de un ecosistema que no le pertenece a nadie y nos pertenece a todos.
El acto, por más breve que haya sido, condensa una violencia silenciosa: la de tratar a los animales como objetos, la de ignorar su hábitat, su ritmo, su dignidad. No se trata solo de una infracción legal —que lo es—, sino de una falta ética profunda. Porque cuando alguien arranca a un ser vivo de su entorno natural para satisfacer un capricho, está diciendo algo más: que el mundo existe para su uso, que lo común puede ser apropiado, que el deseo individual está por encima del respeto.
Los gansos, en su blancura serena, no pidieron ser trasladados. No pidieron cloro, ni bordes de cemento, ni selfies. Su lugar es el lago, con sus algas, sus corrientes, sus silencios. Y el nuestro, como sociedad, es el de protegerlos, no el de convertirlos en trofeos.
Este episodio no es anecdótico. Es síntoma. Nos habla de una cultura que aún no ha aprendido a convivir con lo vivo sin dominarlo. Nos interpela sobre cómo entendemos la belleza, la propiedad, el poder. Y nos obliga a preguntarnos: ¿qué estamos haciendo con lo que nos rodea? ¿Qué tipo de vínculo queremos construir con los animales, con la naturaleza, con lo que no habla pero siente?
Repudiar este gesto no es exagerado. Es necesario. Porque cada ganso arrancado es una herida en lo común. Y cada herida que no se nombra, se repite.
Desde esta Editorial esperamos que la Ley aplique todo su peso porque estos actos deben ser penados y castigados.
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