
Por Miguel Caminos –
La estructura de aluminio sostenía el gran espejo en el que todos los días mis ojos intentaban encontrarme al despertar. El interior de un mueble de semejantes dimensiones siempre guarda sorpresas, aunque yo, como propietario, estaba prevenido que ese asombro nunca ocurriría, mucho menos sabiendo que lo único que guardaba en él era una monótona
colección de camisas, más de cincuenta, todas blancas.
Solo camisas blancas, todas exactamente iguales. Aunque algunas se notaban más usadas que otras, por ser las preferidas, había una que se distinguía. Sin otra particularidad que la de estar un poco más amarillenta, tener una pequeña marca en la parte superior izquierda, tal vez lo
poco especial de la prenda generó el impulso irrefrenable de ponérmela en ese instante. Con ella sobre mi cuerpo noté que jamás la había usado, al menos en esta vida. Me resultó fresca y liviana, con un tenue aroma a aire de otro tiempo. Como si bajase de una levitación, me recosté nuevamente sobre la cama aún deshecha y tibia. La somnolencia trasladó mi mente a
un estado meditativo, a través del cual recorrí lugares desconocidos aunque extrañamente familiares. La sutil fragancia de la ropa guardada limpia, pero sin uso por mucho tiempo, me remontó a un pasado indeterminado.
En ese letargo noté una tibieza en mi mano derecha, como si la hubiese tenido tensa y activa por algunos momentos, como empuñando con fuerza algún objeto en actitud de defensa. Esa tensión de mi mano pasó pronto a mi pecho. Vislumbré como un relámpago reluciente atravesaba por donde estaba rota la camisa, causándome un ardor leve pero a la vez liberador.
El filo atroz y bello de una espada, penetraba en mi cuerpo por impulso de una mano izquierda que sostenía su desgastada empuñadura de bronce. La desnuda nobleza del metal, tan preparada para la violencia como para atravesar mi corazón por amor, sutil y contundentemente para provocar la muerte. Mis iniciales se encontraban sobre la pulcritud de la pulida hoja, sentí la liviandad del aire desplazado al dirigirse hacia mi y mi propio rostro mirándome fijamente a los ojos desde el interior del espejo. Ese día, yo mismo terminé con el que hasta entonces había sido.
Desperté no sé cuando, perturbado por un sonido verdaderamente molesto, con alguna pretensión musical pero que solo causaba daño a mis oídos.
Así jamás podría haber seguido durmiendo, pero tampoco continuar despierto padeciendo esos chillidos que parecían provenir del mismísimo infierno.
Todavía soñoliento me incorporé como pude. Fui hasta la ventana intentando encontrar la fuente de aquella manifestación siniestra. Observé, al otro lado de la calle, la sombra de un niño que sostenía entre sus manos un violín. El instrumento, en proporción a su pequeño cuerpo, lo obligaba a estirar los brazos para quedar posado dificultosamente bajo su mentón.
Solo en manos inexpertas podía la belleza del objeto resonar de un modo tan grotesco. ¡Si tan solo se hubiera limitado a acariciar alguna cuerda de manera constante, sin variar ni de nota ni de tiempo, solo disfrutando un único sonido, comprendería desde su inexperiencia, el mensaje oculto del violín! Solo eso podría haber acompañado mi despertar o inducir el curso
de mi sueño quién sabe hasta cuando.
Al parecer no estaba en sus planes mejorar su ejecución. Ni él mismo advertía lo espantoso de sus sonidos. Sobre el arco, su mano, más que disfrutar temblaba como temerosa. Parecía que el violín no emitía música sino que sufría el embate del arco sobre él como cuando se corta un
cuello… con una espada.
Sus manos no dejaban de temblar. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y creo que él también lo sintió. Me estremecí al sostener la mirada. El niño del otro lado de la calle parecía verme como cuando yo me miraba al espejo. Mientras todo ocurría, sentía en mi pecho la angustia del niño.
Él, del otro lado, sentía la mía.
Advertí que abandonaría su intento de asesinar al violín y giraría sobre su propio cuerpo. Al igual que él, di la vuelta y en un impulso abrí el placard. Por sobre el lugar donde colgaban las camisas moví algunas cajas y encontré al fondo un viejo frasco de vidrio. En él guardaba
algunas cosas de niño: un diente de leche, mechones de pelo que había conservado mi madre, dibujos, un clavo oxidado; cosas que para un niño tal vez fueron significativas pero que siendo adulto no se les encuentra ni valor ni sentido. Símbolos de una vida vacía, puestas ahí para
rellenar con insignificancias un frasco vacío.
El niño volvería a la ventana, ya lo sabía. Ambos haríamos lo mismo. Nos arrimamos todo lo que pudimos, cada cual con el mismo frasco entre las manos, tan medio vacío como tan poco lleno de cosas sin valor.
La amargura de él me invadió y vi la mía en su cara. Estiró las manos y dejó caer el frasco al vacío, en ese instante me encontré haciendo lo mismo. Nuevamente nos miramos, dimos el último paso al frente y nos reencontramos en el fondo del abismo, con nuestras miradas puestas el uno en el otro, estampados contra el pavimento, con restos de nuestras vidas entre los dedos, como si fueran una sola, que yacía encerrada en el mismo frasco de vidrio.
Realizado en el Taller de Cuentos de “Al Pie de la Letra de María Mercedes G”