
Por Alejandro Sánchez Moreno* –
El domingo pasado se murió Petrocelli. En realidad se murió Barry Newman, el actor que hacía de Petrocelli. Para mí, se murió Petrocelli. Petrocelli era un abogado distinto. Resolvía los casos que parecían imposibles. Recibido en Harvard, se fue a trabajar al desierto de Arizona. Vivía en un remolque con su esposa, en los tiempos libres, levantaba las paredes de su futuro hogar. La oficina la tenía en San Remo, una zona rural, en un edificio común. Si te defendía Petrocelli, aunque todo indicara que eras culpable, seguro eras inocente. Porque a él no le importaba la plata. Quería su dinero, como todos, pero era honesto. Era alguien como nosotros, mientras investigaba, buscaba las cubiertas más baratas. Llegaba a tribunales, y cubría con una bolsa el parquímetro, para burlar el estacionamiento pago. Cuando estaba vestido de abogado, la ropa no era ostentosa, una corbata de vez en cuando, un saco sobrio, el pelo medio revuelto. Después, un vaquero y una camisa leñadora con un botón desprendido.
Daniel era un compañero de trabajo. Con la novia se compró un lote. De a poco construyeron la casa. Nivelaron el terreno, parquizaron, alambraron, plantaron árboles, perforaron para tener agua. Eso llevó algunos años. Después empezaron a construir. Cada etapa la hacían cuando terminaban un crédito o cuando liberaban la tarjeta. Así hasta casi el final. Faltaban los postigos, los tenía que pintar Daniel. Cuando estuvieran listos, se casaba y se iba a vivir a la casa nueva. La pintura no avanzaba, siempre había algo que posponía la tarea: humedad, gripe, el precio de la pintura, un viaje, cansancio. Le decíamos Petrocelli.
En 1981, Peter Weir, un director de cine australiano hace una película por encargo. Tiene que cumplir un contrato con un estudio. No puede elegir la historia. Igual hace una maravilla. Harrison Ford hace de un policía que se llama John Book. En esa época, y ahora también, Ford tenía una pinta bárbara. Un niño de la comunidad amish, que viaja con su madre, presencia un crimen en el baño de la estación de tren. En la comisaría ve una foto de policías, se queda mudo cuando reconoce al asesino. John Book es el encargado de proteger a la mamá y al niño. El asesino, con otros policías corruptos, se entera que el niño es testigo. Entonces intentan matarlos. John es herido, lo esconden en la comunidad amish. Se va curando y empiezan a pasar cosas. Le gusta la vida que llevan ahí. También le empieza a gustar Raquel. Y a Raquel le gusta John. Hay un momento hermoso. Dos jóvenes son recién casados. La comunidad entera, en un día de trabajo, construye el granero. La música de Maurice Jarre acompaña la jornada. Se levantan las paredes, se unen las vigas, se ponen los techos. Las mujeres y los niños acercan agua y limonada. En el descanso, una mesa larga a la sombra, el almuerzo para reponer fuerzas. Raquel y John se buscan con la mirada, se atraen, se enamoran. John no es de la comunidad, a Raquel no le importa.
Las ciudades no son una sola. En una ciudad hay muchas ciudades. No es lo mismo el centro que las orillas. No es lo mismo los barrios bien ubicados que los de la periferia. Por otro lado: ¿dónde empiezan las ciudades? Vivo a siete kilómetros de mi trabajo. Al horario que me voy hay mucho tránsito. Es la hora de la salida de la escuela del turno mañana. Se juntan con los que vienen a la tarde. La salida del centro es lenta. A veces pasa un rato largo y avanzó diez cuadras. Estoy atrapado. El centro de la ciudad no te deja salir. Adelanto un poco. El paisaje empieza a cambiar. Edificios, autoservicios, kioscos que venden de todo, mercat de alimentos, comida naturista, negocios de ropa, van dando paso, a casas bajas, verdulerías, pollajerías, alguien sentado en la vereda. Sigo. Viviendas con terrenos, descampados, repuestos de autos, corralones, mayoristas de bebidas, jóvenes con ropa grande. En las ramblas, vendedores de flores y paltas robadas a doscientos pesos, frutillas de los quinteros, autos viejos, a veces sin luces. Las motos de Pedidos YA, como flechas para todos lados. Paso del centro a la periferia. Hoteles alojamientos, asfalto hecho mierda, talleres mecánicos, lubricentros, chulengos con chorizos y tortillas. Casas sin terminar, muchas sin terminar. Lozas abandonadas, atrás la casilla de chapa o madera. Ladrillos huecos, en el piso carpetas, cada tanto un techo viejo a dos aguas. Esqueletos de autos, pibes calentado las manos en un tacho, un patrullero con los policías adentro tomando mate, lavaderos de autos. Me acuerdo de No lo conoce a Juan, la canción de Los Olimareños. Dice la letra: “No lo conoce a Juan, el flaco que es albañil, el de la casa sin terminar” La ciudad se va deshaciendo. ¿Vivo en el final o en el principio?
En 1951 Manuel Romero filma El hincha. Enrique Santos Discépolo hace de El Ñato, un mecánico que deja la vida por los colores del club. Diana Maggi es la novia. El equipo es el Deportivo Victoria, se está jugando la permanencia en primera. El amor de El Ñato por el equipo es incondicional. Es el animador de la tribuna, no permite críticas a los jugadores, vive pensando cómo ayudar al equipo. En una ocasión, irrumpe en una oficina donde están los directivos, para que su voz sea escuchada. Hoy sería imposible que un hincha común pudiera hacer eso. El Ñato lidera un grito de guerra: ¡¡¡el club es de los socios!!!! La novia eterna espera fecha de casamiento. Siempre pasa algo y hay que posponer. Se salvan del descenso, parece que se viene la boda. Surge un problema, hay que esperar otra vez. La novia se pone un poco triste, pero acompaña, siempre acompaña.
Me quedé pensando en Petrocelli. ¿Por qué no terminaba la casa? ¿Quería terminarla?
Una empresa puso una oficina en el centro, Decano Funes Viviendas. El local, coqueto, ocupaba media cuadra. En la entrada había una maqueta con el barrio a construir. Plaza en el centro, salón de usos múltiples, tres departamentos en cada módulo, el de abajo con cochera, el de arriba más grande, mucho verde con parquizacion, lugares para los autos. Para entrar no hacía falta anticipo: copia del DNI y 250 pesos. Cinco años de cuotas congeladas, de 250 pesos también. El primer año era para pagar el terreno. A partir de ahí empezaba la construcción. Un video de propaganda mostraba al viejo Decano Funes en un tractorcito cortando el pasto, se olvidó de sacarse el saco. Empezaron las demoras: una huelga porque se retrasaron en los pagos de sueldos, el material que no entraba, mal tiempo. El departamento de arriba, tenía un entrepiso, que era otra habitación, para subir se necesitaba escalera, la empresa no la hacía. El piso que ponía Decano Funes era una porquería, los primeros propietarios los aceptaron y al poco tiempo estaban despegados, rayados y muchos rotos. Para poner un buen piso, cerámico de alto tránsito o porcelanato, también había que pagar aparte. Cuando la obra avanzó compré el termotanque y la cocina. Me recomendaron que los colocaran los gasistas de la obra, tenían llaves y cobraban barato. Hablé con uno grandote que me atendió sentado en la tierra mientras tomaba mate. Le pagué por adelantado. Tuve que buscar otro gasista. La obra terminó, nada se parecía a la maqueta. El día del cumpleaños de La Plata mi abuelo tuvo un ACV. Estaba en el patio y me agarró del brazo. Se sentó y hacía gestos con la cara, no podía hablar. No pudo hablar más. Afasia le llaman a eso. Las personas saben en su cabeza que es cada cosa, pero no la pueden nombrar. Algunos con rehabilitación aprenden a hablar de nuevo. Una tarde mi mamá lo llevó a la casa nueva. Subió las escaleras despacio, sosteniéndose en las paredes con las manos, el departamento era el último. Entró, caminó hasta la cocina, apoyó la mano abierta en la alacena, parecía que la acariciaba. Estuvo así un rato. Me miró y sonrió.
https://medium.com/@alesanchezmorenolh/petrocelli-8205d8736227
*Colaboración para En Provincia.
Fotografías: Archivo web.