
Hay formas de conducir un programa que no conducen nada: empujan, atropellan, ridiculizan. En ciertos medios, la burla se ha convertido en moneda corriente, y algunos periodistas —como Mario Pergolini, figura emblemática de la televisión argentina— han hecho de la ironía hiriente un estilo. Pero cuando el humor se apoya en la humillación, deja de ser entretenimiento y se convierte en violencia simbólica.
La risa que se construye sobre el desprecio no es inocente. Es una forma de ejercer poder. El conductor que se burla no solo se ríe: señala, expone, degrada. Y lo hace desde un lugar privilegiado, con micrófono, cámara y audiencia. La víctima, en cambio, queda sin defensa, convertida en objeto de escarnio público.
Este tipo de humor no interpela, no incomoda con inteligencia, no revela contradicciones. Solo aplasta. Y en ese aplastamiento, se revela una cultura que aún celebra la crueldad como ingenio, la humillación como rating, el sarcasmo como virtud.
Pero no todo vale. No todo lo que hace reír merece ser dicho. No todo lo que genera audiencia merece ser celebrado. Porque los medios no solo informan: educan, modelan, legitiman. Y cuando legitiman la burla, están enseñando que el otro no importa, que el respeto es opcional, que la empatía es debilidad.
La risa puede ser luminosa, puede ser crítica, puede ser liberadora. Pero cuando se convierte en látigo, deja marcas. Y esas marcas no se ven en pantalla, pero se sienten en la piel de quienes fueron expuestos, ridiculizados, deshumanizados.
Es tiempo de revisar los estilos. De preguntarnos qué tipo de vínculo queremos construir desde los medios. De elegir la inteligencia sin crueldad, la agudeza sin desprecio, el humor sin daño.
Porque el micrófono no es un arma. Es una posibilidad. Y cada palabra que se emite puede herir o puede sanar. Que elija quien habla. Lo suyo Pergolini atrasa. Todavía se molesta por el éxito de otros conductores y actúa desde atrás, como lo hacen por lo general, los cobardes.
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