Por Aylin –
No sé cómo se llama la última chica que murió. Sé que eran tres. Sé que ya no están. Sé que nadie las protegió. Sé que el monstruo no vino de afuera: estaba entre nosotros. En los pasillos, en los silencios, en los negocios que se hacen sin mirar a quién se llevan por delante.
No tiene cuernos ni garras. Tiene casa, lugar, cueva. Tiene uniforme. Tiene pantalla. Tiene vecinos que no preguntan. Tiene cómplices. Tiene políticos que se lavan las manos porque creen que esto no es parte del tiempo sin acciones, sin decisiones que terminen el flagelo que sigue generando víctimas. Tiene incluso gente que duerme tranquila.
A veces el monstruo arrastra perros por la calle. A veces encierra animales en vitrinas. A veces humilla bajo el disfraz de conductor o conductora en televisión. A veces mata chicas. Y siempre sonríe. Porque cree que nadie lo va a nombrar.
Se ha convertido el dolor en paisaje. Como si estuviéramos acostumbrado, porque lo estamos. Si miramos atrás no vemos a Loan, ya casi está en una nebulosa. O a Sofía Herrera desapareció el 28 de septiembre de 2008. Hoy se cumplen 17 años. ¿Recuerdan? La niña de 3 años que fue vista por última vez en 2008 en un camping de la ciudad fueguina de Río Grande. Todos estos casos han hecho del sufrimiento ajeno una costumbre. Porque ha normalizado la crueldad como contenido viral. Porque ha dejado de estremecerse. Porque ha aprendido a mirar sin temblar, a consumir sin pensar, a olvidar sin duelo.
Cuando publicamos sus rostros, cuando convocamos una lectura pública en su honor. Cuando creamos una imagen editorial que las libere del olvido. Cuando cada publicación futura lleva una línea en su memoria. Cuando el acto de escribir se convierte en un acto de restitución. Allí cabe la memoria, la necesidad imperiosa de tener la certeza que no olvidamos.
Yo no quiero escribir esto. Pero si no lo escribo, me convierto en parte del decorado. Y ellas no eran decorado. Eran vida. Eran cuerpo. Eran historia. Eran posibilidad.
No hay consuelo posible. Pero hay algo peor que el dolor: el olvido. El archivo. La costumbre. La frase que se repite sin estremecimiento. Por eso escribo. Para que no se archive. Para que no se diluya. Para que no se repita sin temblor. Para que quede y nos siga quedando. Para que sea parte de una búsqueda y que no haya olvido.
Y si alguna vez alguien pregunta por qué esta columna existe, que se diga la verdad: porque tres chicas murieron y nadie las defendió a tiempo. Porque el monstruo sigue entre nosotros. Porque la palabra, aunque insuficiente, puede ser un umbral. Puede ser una piedra en el engranaje. Puede ser una forma de no rendirse.
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