Milleritas

Por Alejandro Sánchez Moreno* –

-Todos los años lo mismo. Aburren viejo. Empiezan, Gimnasia campeón, mitad del torneo dale lobo y terminan el lobo no se va. Cansan viejo.

-En la época amateur, en el 29, salimos campeones, y en el 33 nos robaron el campeonato en el partido contra San Lorenzo.

-No me vengas con eso. A cantidad de equipos los robaron y salieron campeones. Salió campeón Quilmes. Chacarita salió campeón. Defensa y Justicia salió campeón, hasta hace diez años ni sabíamos que existía. No te querés convencer. Son malos. No salen campeones porque son malos. Escúchame, Gimnasia tenía un jugador que el apellido era Rodríguez Rodríguez, con un apellido así quieren salir campeones.

Bajan del auto y entran a la carnicería. En el mostrador, el carnicero, tiene fotos de ciclistas. Una en blanco y negro, es el padre, con un pasamontañas, atrás un cerro y las dos manos en alto, parece que está cruzando la línea de llegada. Otra es en color. Es el hijo, el carnicero. Bicicleta moderna, de esas que se pliegan como una silla y la podés llevar en un baúl. Ropa de ciclista negra, antiparras, atrás un cartel de la Estación de Correa. Los domingos a la madrugada, se juntan en las salidas de la ciudad. Rotonda de la ruta 36, distribuidor Etcheverry, ruta 11. Viajan en grupo. Los días de semana, entrenan. Van a lugares cerca, treinta, cuarenta kilómetros. En las paradas, comen algo, en algún almacén de campo o pulpería, visitan alguna estación abandonada, toman mate, charlan y un rato antes del atardecer, pegan la vuelta. En la pared del costado de la carnicería hay un banderín de Independiente.

Alejandro pide vacío, chorizos, chinchulines, riñón y una bolsa de carbón grande. Gustavo aprovecha y le manda un último mensaje a Néstor: te escribí en la semana, pero no me contéstaste, nos juntamos con los chicos en la quinta de Punta Lara, asado, estás a tiempo, venite, vamos a comer como a las dos de la tarde.

El carnicero está sacando la grasa del vacío, levanta la cabeza, y dice: ¡los chicos!

El Tano cuenta una historia. Con tono pausado y didáctica de profesor. En Estados Unidos, unos religiosos, los milleritas, pronosticaron que Cristo iba a bajar por segunda vez a la Tierra. Hicieron cálculos, estudiaron profecías, analizaron escritos religiosos. Finalmente pusieron una fecha: 22 de octubre de 1844. Ese día, miles esperaron. Cristo no bajo. Lejos de desanimarse, llegaron a una conclusión, se habían equivocado con los cálculos. Volvieron a estudiar, analizar los escritos y fijaron otra fecha. Tampoco Cristo, esa vez bajo. Lejos de desmoralizarse, siguieron adelante. Continuaron estudiando y fijando nuevas fechas de la segunda bajada de Cristo a la Tierra. Cada vez son más seguidores. Es una cuestión de fe, no tiene explicación. Eso es Gimnasia. Gimnasia no tiene explicación.

Una foto. En blanco y negro, un jugador de Gimnasia con la camiseta tira un centro. Un jugador de remera negra, estira la pierna derecha, intentando cortar el tiro. La pelota va en el aire. En el área esperan el 9 y el 7. Tres defensores están alrededor. Todos miran para el cielo. El arquero también. Un juez de línea, está parado, atrás del 11. Los dos brazos caídos al costado del cuerpo, el banderín en la mano izquierda. El once es mi papá, el juez de línea, mi tío. Cuando miramos la foto, mi papá se acuerda del día. Era un partido de reserva. Tu tío jugaba en cuarta. Siempre usaban alguno de otra categoría para juez de línea. El día de partido, antes del de reserva, jugaban todas las categorías. Era un desastre, no había camisetas para todos, cuando te tocaba, la ropa estaba hecha sopa.

Mi tío, Carlitos, el Nano, jugaba de tres. Toda una vida en la raya. Una tarde, ya con cuarenta y pico, estaba en el garaje cambiando una cubierta del auto. Un dolor de cabeza, repentino y fuerte, lo tiro para atrás. Pasó rápido y se olvidó. Días después, en el mostrador del correo, lo mismo. Aneurisma cerebral. Todo el mundo sorprendido. ¿Cómo pasó? Tenía una vida súper metódica. No fumaba, no tomaba. Se cuidaba en las comidas, respetaba las horas del sueño. Y hacia deportes. La abuela Elizabeth, nombre de reina, me recibió una tarde en el sillón de adelante. No sé qué le pasa a Carlitos, le duele mucho la cabeza, cuando le agarra se tiene que acostar y pasan unos días hasta que se repone.

La operación fue en el Hospital San Martin. Tres meses internado, rehabilitación, bastón. Un domingo comíamos un asado. A la mañana habíamos jugado al futbol en la playa. Contábamos del partido. Que golazo hizo el Japonés. Atrás, Fernando, una fiera, no dejo pasar uno. Y en el arco, Fabián, diez puntos. Carlitos, apoyado en la pared, y con un trípode en la mano derecha, dijo: ¡qué número tres perdió el futbol!

Marco tiene mucha paciencia. Está siempre de buen humor y resuelve bien los problemas. Una vez un borracho se instaló la tarde entera en el video. En vez de echarlo o llamar a seguridad, lo contuvo. Le dio una silla, agua en una botella de plástico. El borracho insistía con ir a comprar cerveza. Marco, con amabilidad, le explicaba que estaba trabajando y que no se puede tomar.

Varias personas iban a alquilar películas y se quedaban conversando. A fin de año hacíamos una comida con los más representativos, como decía Juan, el profesor de literatura jubilado, que no tenía más películas para ver porque las había visto todas. Una vez proyectamos Frankenstein, la primera versión. Algo pasaba con el cable y no podíamos empezar. Agustín se fue a buscar uno a la casa, que estaba a cuatro cuadras. Juan, para amenizar la espera, paso adelante y pregunto si querían que hable de la novela. No sé si alguien dijo que sí. Contó de Mary Shelley, la escritora. De las circunstancias en la que escribió la novela. De las diferencias entre la película y el libro. En la novela el terror es más psicológico, eso el Director en la película no lo podía hacer, entonces fue para otro lado. A mí, cuando una película versiona un libro, me gusta no que sea igual, la gracia está en que haga su propia versión.

Una tarde estaba Francisco. Un muchacho alto y flaco como un fideo. Un Ángel Di María más alto. Trabajaba en jardinería en el poder judicial. Lo cargaban: este corta el pasto, en invierno, una vez por mes y en verano, dos o tres veces por mes y gana casi como un juez. Estábamos sentados contra la pared donde está la biblioteca. Hay una colección de El Amante, revistas españolas de cine, libros. Son todas donaciones. La idea era que leyeran ahí y si a alguien le interesaba mucho que se lo lleve. Hubo más robos que devoluciones.

Francisco desarrollaba una idea: que Leandro Cufre, el defensor de Gimnasia, había sido mejor jugador que Ruggeri. Daba una serie de argumentos, no recuerdo ninguno. Lo escuché varias veces con la misma idea. La repetía seguido. La última vez, mientras Francisco hablaba, me acordé del gol de palomita de Ruggeri a Independiente en el metropolitano de 1981.

Cumplo años el 16 de enero. En La Plata no hay nadie. Mejor dicho, antes no había nadie. Ahora cada vez menos gente sale de vacaciones o el veraneo es más corto. Pero antes, no había nadie. Un año, mi papá, festejo mi cumpleaños en diciembre. Organizo un partido de futbol en la canchita que estaba en el terreno al lado de la Estación de servicio. Ahora hay un edificio de veinte pisos. La pase bien pero era raro. Un verano saludé a un compañero de Facultad que cumplía en enero. Era la época de los mensajes de texto por celular. Estaba en un camping de Córdoba. Escribí a la mañana y volví a mirar el teléfono a la noche. Gracias, me dijo. Pero yo cumplo dentro de tres días. El que cumple hoy es Guillermo. Gracias de vuelta, porque me alargaste la vida.

El último cumpleaños que mi papá estaba vivo, no me saludo. A la mañana pase por la casa. Me presto unas sillas reposeras y algunas cosas más para un viaje. Hacía poco había recibido la noticia: una aorta andaba mal y había que cambiarla. Si no se operaba, riesgo de muerte súbita. Una tarde de calor lo acompañé a otra consulta, no se quería quedar con una sola opinión. La doctora, guardapolvo blanco, anteojos con correa, miro un largo rato los estudios. Pasaba las hojas y anotaba en un cuaderno. Después de un rato, confirmó lo mismo que el otro médico. Salimos del consultorio. Yo para mi auto, mi papá para el de él. Quiero pensar, me dijo. Muchas veces pienso que mejor lo hubiera acompañado.

Mi abuelo paterno nació en Mercedes. Si mi papá nació en 1945, supongo que el sería del 1920, más o menos. Era hincha de Gimnasia. Los hijos, cuatro varones y una mujer, todos de Boca. Muchas veces pensé como mi abuelo se había hecho de Gimnasia. Creo que alguna vez se lo pregunte a mi papá. No recuerdo la respuesta. Yo elaboré mi propia teoría y se la cuento al que quiera escucharla. Si mi abuelo nació en la década del 20 del siglo pasado, cuando Gimnasia salió campeón en 1929, ya tenía uso de razón y seguro que la noticia le llegó.

El Negro es de Estudiantes. Cuando juegan el clásico recibe mensajes de hinchas de Gimnasia. Cuando Estudiantes gana, los vuelve locos. Algunos clásicos de los últimos años, Estudiantes iba perdiendo. Faltaba poco para terminar y empezó a recibir cargadas. Estudiantes termino empatando o ganando. No hay que festejar antes de tiempo. Una vez Estudiantes, creo que era la Libertadores, estaban ganando, faltaba poco y tiraron bengalas. Orión quedó tapado por el humo y le empataron al final. Afuera de la copa.

En La Plata, los festejos son en 7 y 50. Ahí festejan también, los hinchas de los clubs que no son de La Plata y la selección. Ahí también se hacen las protestas: en el 2001 los cacerolazos eran más grandes que las celebraciones de campeonatos o salvaciones del descenso. Hace unos días Estudiantes lo elimino a Boca de la Copa Argentina. Por celular, me preguntaron, donde eran los festejos. No sé, conteste. Boca celebra en el Obelisco, los tilingos van a 7 y 50.

Un amigo del Astilleros dice que cuando Gimnasia sea campeón hay que irse de La Plata. Cien años de espera, de resentimiento. No van a ser festejos comunes. Van a venir de los barrios, de la periferia, de las orillas, van a venir degollando.

Cancha de Gimnasia, tribuna popular visitante, al costado. Tablones, para avalanchas. Estamos con mi papá, en el medio. Llegamos tres horas antes para encontrar buen lugar. Afuera, un puesto de chapa rojo, vende hamburguesas, a la plancha y a la pomarola. Nunca había escuchado la palabra pomarola. Le pregunto a mi papá que es. Me explica y pido una. Desde ese día, me gustan las comidas a la pomarola. Cuando sobra asado, o chorizos, al otro día, los caliento con una pomarola. Un hombre flaco, con entradas en la cabeza, peinado para atrás, bigote y camisa de trabajo, hace todo: cobra, arma los sándwiches, da las bebidas. Alrededor del puesto hay una multitud. Para pedir hay que empujar. Para ir a la cancha hay que empujar, cuando sacas las entradas, cuando buscas lugar en la tribuna, cuando la policía tira los caballos, cuando entras por la puerta, cuando te vas.

Empieza el partido, rápido Gimnasia pierde 2 a 0. Veo poco, cada tanto mi papá me alza. Al rato expulsan uno de Gimnasia, al rato también, a Perotti de Boca. El hijo estuvo unos meses en Boca. El padre estaba contento. Jugo muy poco. Un partido se lesionó mientras hacía el calentamiento para entrar.

Sigue el partido. A Gimnasia le echan a otro. No me acuerdo en que parte del partido, Gatti le ataja un penal a Della Savia. Gimnasia, con nueve jugadores, termina ganando. Fornari hace dos goles, uno de tiro libre y el otro gambetea a Mouzo y queda solo con el arquero. Los dos goles de Boca los hizo Mastrangelo. Se murió hace poco.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/milleritas-0498c5871a52

*Colaboración para En Provincia.

Fotografía: https://pixabay.com/