Por María Soledad Gutierrez Eguía* –
“Necesitaba verla como alguien que ve”. El viejo almacén cerrado, le recordaba su infancia; —la soledumbre en el páramo de nieve más angosto—. Un cielo helado fragmentado en piezas sueltas de un rompecabezas, eso era ella.
“¡Me pesa la cruz mamá!” ¿Quién grita?
“Te incrustaron en la carencia de un bello nombre”.
Un crujir de piso; un chirrido de puertas; una habitación sola; y dos marionetas sostenidas en el escaparate, dormidas para la eternidad.
Ojos de tiempo petrificado; bocas despojadas de aire, con toda la muerte en el rostro. Y ahora todo cobra sentido. La sonrisa macabra de la desposesión del cuerpo, bordada en sus ojos antiguos.
“Las fiebres de mi frente bajo el paso inefable de la edad, delataron otrora, los pliegues lozanos de unas manos, tras el telón de tu huella, centinela. ¡Es bello mi nombre, mamá!” Y la redondez de unos ojos silenciosos despertó la furia de la bestia.
Ella era buena, un pedazo de vida y un dibujo que representaba una casa, un globo rojo y una marioneta hendida en la garganta. “Permanecer oculta en la que fui. Interponerme en el destino de mi nombre”.
Nada es inocente si respira, lo dijo dios. ¿Por qué insistir en la culpa?
A la vida hay que llorarla y sin embargo…
La explanada la llevó al viejo estanque; en su muy fondo, la placidez de una vela ardiendo sin oxígeno, la instó a recordar que olvidar es morir. Las marionetas también olvidaron; dependían de los vivos.
Alguien cayó al aljibe y se vio caer… Y fue el esplendor de un rostro, un salto entre los sueños.
Quien golpea la puerta del sueño, no regresa igual. El acto de recordar es un acto lúgubre. ¿Qué nubosa verdad habla en voz alta? Ahora un rostro la lleva de la mano hasta los infiernos. La verdad aprendió a mentir. Todo se repite en virtud del linaje.
Una niña de “bello nombre”, entra al ático polvoriento. Una voz dulce y delgada, la incita a abrir el baúl del que surgieron las manos de la asfixia. Sus ojos vieron otros reinos. “¿A qué rito se acoge ahora tu execrada sombra?” “Si intentas acallar las voces solo lograrás que crezcan de tamaño”. Y en la piedad más deliciosa, alguien ata los hilos a sus muñecas, despojándola de la muerte. Una vez vi ángeles insistió; y la profundidad de un lago se dibujó en sus ojos.
Su sombra agoniza en un escaparate.
Un temblor de pasos se acerca, y una palma abierta, muestra en un acto solemnísimo, una muñeca de terciopelo rojo de un bellísimo nombre.
*Escritora y Diseñadora en comunicación visual.
Fotografía: https://www.pexels.com/