Por María Soledad Gutierrez Eguía* –
Nunca el aire voló tan bajo; ninguna distancia se pronunció tan cerca.
Así, se vuelven hacia mí los paisajes. Se repiten remotos con lo que hay en ellos. Oscuros, como la verdad sobreviviente, que deja tras de sí un abismo cuando se nombra. Parecieran los cuerpos querer atravesar la hierba.
Es tan cerca lo ajeno. Son tan lejos mis manos solas, velando las cabelleras.
Y en el fondo de nada aprendo del agudo olvido; del dolor, apenas un pasaje de lo que no digo. Porque decir son solo restos.
Me retiene el viento en su puño. Me existo sola contra la pared. Me traen las horas el grito que no bastó y nadie oyó y el viento que se empeña y no soy más que polvo en su red.
De la soledad supe el llanto y un rincón pobre y frío. Me reconozco en esta nada entre mis harapos. Tengo frío, sí, mucho frío; sigo sola. Dile al viento que estéril me sostiene, traiga la canción de la infancia gastada; traiga al menos el ansia de una nota en el diluvio que soy.
Me busqué en la realidad de la vida que inventé y no hallé más que un pasar de caballo blanco. Los atajos que tomé y solo plegué en sueños; la fila de naranjos sin nacer. Ahora sí, las moras amoratando mis labios, la higuera a tras luz. El agua volcada sobre el sauce, que también se vuelca; y sobre él mi vida que forjé fragmentada.
Miles de hojas secas y un pétalo azul como el azul del pájaro, que ya no aletea, ni mira mirarme y al que nunca le conocí los ojos.
A mí nadie me ayudó a ver el mar.
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*Escritora y Diseñadora en comunicación visual.
Fotografía: https://pixabay.com/