Por Guillermo Cavia –
Una fotografía en blanco y negro tiene retratados a una niña y un niño, sentados en un umbral de la ventana. Es una imagen que tiene más de 85 años. Está allí guardada junto a otras en una caja. Se pueden ver muchas que son en blanco y negro, a color, hay de distintos tamaños. Incluso algunas que fueron cortadas en sus extremos para dar formas al marco. También hay pequeños álbumes de comuniones que al abrirlos descubren una hoja suave que resguarda la foto, para luego revelar la niña o el niño que perenemente están con sus manos unidas en señal de oración y la cara de la santificación recibida.
Las tías, los tíos, primas y primos, madres, padres, hermanas, hermanos, abuelas, abuelos, animales, plantas con flores, cumpleaños, bodas, patios, comedores, vehículos, plazas, parques, campos, árboles, todo confluye en la caja de los recuerdos. Son tesoros que como una máquina del tiempo están resguardados desde el siglo pasado en un rincón de la casa. A veces las cajas que albergan todos los recuerdos están forradas con papeles de revistas o tiene una forma que se distinguen de todas las otras. Al abrirlas se entra a un mundo que tiene implícita la magia, la nostalgia, la niñez y los vientos de otros tiempos.
Las fotos descubren a los que están y los que ya no están, pero vuelve a traerlos en ese instante, ungidos de recuerdos y momentos de una época que ha quedado para siempre. Se pueden ver los bautismos de esos bebes o la confirmación de la tía, el relámpago exacto de la lluvia de arroz sobre la novia y el novio que salen a la calle. Las botellas de gaseosas de vidrio en las mesas de cumpleaños, la torta de los cuatro años, los pasteles de una mamá y los alfajores de maicena del tío, incomparables e inolvidables. Como el llanto de la niña que no quería la foto, no la quería. Mientras atrás todos esperaban el retrato, segundos antes de comenzar por fin a comer los manjares y salir al patio al jugar. Incluso el mueble, detrás de todos, es parte silenciosa y esencial de la foto, porque muestra el tiempo de la casa, entre copas que quizás no están, floreros y esos perros duros de
Esa máquina del tiempo que tiene congelados los instantes necesitaba de una cámara, que no podía estar en todas las casa. Para ciertos eventos una o un profesional se acercaba con la propia, para hace el trabajo. Luego quedaba la espera del revelado y pasar por la casa de fotografías a retirarlas. Quizás eran cuatro fotos, cinco, no más que eso. Un buen tamaño y excelente calidad, así fueran en color o en blanco y negro. Algunas familias resguardaban las fotos en álbumes que tenían la particularidad de esa hoja suave y transparente que las protegían e incluso las dejaba ver, pero todas terminaban en la caja, donde quedaban guardadas para cada tanto volver a verlas. Abriendo el portal de los tiempos.
Cuando las cámaras de fotografía fueron más accesibles también había una ceremonia. Se debía comprar el rollo de la película, podía ser de 12, 24 o 36. El precio ubicaba la accesibilidad de la compra. Cada foto era sacada una sola vez, no se podía obtener siete fotos de la misma escena, porque el límite del rollo era preciso. Los ojos cerrados, las miradas hacia otro lado, los llantos, la falta de luz, no tenían manera de verse hasta que el rollo estuviera revelado. Cuando se lo buscaba, la casa de fotografía entregaba las fotos, junto con ellas un álbum del tamaño de las mismas y los negativos por si se querían hacer copias de algunas. Regresar y ver los retratos de lo que se había obtenido era un momento preciso de la vida, porque se revivía un soplo pasado, que era especial rememorar. Luego esas fotografías se guardaban en la caja. Todos en la familia miraban las fotos y era parte de un espacio que se elegía distinto a cualquier otro.
A veces en los recuerdos de las fotos hay tanta vida que se ha vivido, que uno puede quedarse mirando los detalles de lo que fue un momento, que por unos instantes vuelve a ser, ocurre al tomar con la mano la foto y memorar lo hecho. Todo confluye en el mismo sitio, en ese rincón sagrado que habla desde el otro siglo, que indefectiblemente toca siempre el corazón, incluso el alma. En la caja también solían guardarse algunas cartas, como si fueran el corolario de alguno de los retratos, lo mismo ocurría con las postales que podían llegar desde un lugar lejano en la Navidad o el año nuevo. Hasta un boletín de la primaria, o los pétalos de una rosa que aún conserva el beso de una tarde.
Todo esto no podría caber en un pen drive, ni en un disco rígido. El lector, como yo, seguramente, cuando quiere tomar una fotografía, saca del bolsillo su celular y lo hace con tal naturalidad, que la misma es una de miles, se puede ver, volver a sacar y volver a mirar. Pero esas fotos no van a la caja de recuerdos. En el mejor de los casos se vuelcan a papel. Pero en general el destino son las redes sociales y el archivo fotográfico de la PC o el propio teléfono. Se trata de otro tiempo, de un nuevo siglo. Quizás no habla del final de los recuerdos y la nostalgia, pero pareciera que sí lo hace del final de la caja de fotos, que era ni más ni menos, que la máquina del tiempo que nos permitía volver a vernos otra vez después de tanto tiempo.