Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
El ascenso de la burguesía propició el surgimiento de una cultura que se caracterizó por dos cualidades muy importantes: su estatuto intermedio, ya que se ubicaba encima de las manifestaciones populares y por debajo de las selectas aficiones artísticas de la elite; y su versatilidad para ficcionalizar entretenimientos, emociones y personajes. Cada parcela de la historia, de la naturaleza, del deporte pasó a convertirse en un valioso insumo para crear un personaje, una película, un producto consumible. Tan denostada como apreciada, su esplendor caracterizó el modo de relación de la sociedad con los medios de comunicación durante el siglo XX.
Kaspar Maase sostiene, en su investigación titulada “Diversión ilimitada. El auge de la cultura de masas (1850-1970)”, que una de las características más salientes de esta época es la unificación, bajo los criterios estéticos y argumentales de la clase media, de las culturas precedentes. Es decir que una vez que logró consolidarse incorporó a las demás y le imprimió sus condiciones. La televisión cuenta con ejemplos al respecto: una receta, una entrevista al ganador de la lotería y la inauguración de una muestra sobre van Gogh pueden compartir el mismo espacio. Al igual que sucede con nuestras conversaciones más coloquiales: la hibridación, como denominó García Canclini, es la forma discursiva cultural de la modernidad.
Si los medios de comunicación masivos generaron que las antiguas fronteras entre los ámbitos sociales, económicos, temáticos y relacionales entre las clases sociales se volvieran porosas, configurando así un fenómeno sin precedentes, ¿deberíamos reconceptualizar las relaciones de consumo y circulación culturales a partir de la expansión de la red? No se trata de insistir acerca de las diferencias existentes entre el modelo de difusión mediático y las oportunidades que brinda habitar la red. La cuestión es ¿de qué forma se integran las clases sociales en este nuevo hábitat? La primera respuesta posible sería en relación a las posibilidades de acceso y a las diferencias en el costo de los dispositivos. Sin embargo, ambas son periféricas a nuestra cuestión por motivos opuestos: en ningún caso se habla acerca del desempeño en la red.
¿Un youtuber, un influencer, un instagramer, conforman una selecta clase social? ¿No son acaso la demostración cabal de que las diferencias son muy complejas de advertir? ¿Cuáles son las marcas identificatorias de las diferencias sociales? La multitud que reproduce un video, lo comparte, lo recrea, lo alude en un meme, en una consigna jocosa, lo vuelve su foto de perfil temporario, ¿en qué se diferencia? ¿es posible hallar en la iluminada superficie de cada imagen compartida alguna marca que distinga el “habitus de clase”? Quizás la composición del perfil pueda brindar alguna huella, pero las argucias de la retórica ficcional obstaculizarían el ejercicio hermenéutico. Es cierto que la tipificación de esa ficción podría ayudarnos, pero allí regresamos al inicio: el pasado común de la cultura de masas también se hace presente igualando los temas. El modo en que las clases sociales se diferencian conforma un asunto pendiente para quienes estamos interesados en la red.