Por R. Claudio Gómez –
Lo verdadero no es lo real; lo verdadero es algo pasajero, circunstancial, algo que puede dejar de ser lo que es. Es decir, lo verdadero puede, con el tiempo, ser falso. Jorge Luis Borges problematizó desde esa perspectiva un relato en el cual un hombre pretende dibujar un mapa perfecto, un mapa que fuera fiel reflejo del planeta. La imposibilidad de semejante ocurrencia no es intelectual es espacial: un mapa perfecto del mundo debería desplegarse en un espacio exactamente igual al que ocupa el mundo. Tal vez el mundo sea el mapa del propio mundo. Acaso ese sea el único mapa verdadero.
En el planeta anidan los estados y dentro de ellos -burocracia aparte- las ciudades, como la nuestra como la ciudad de La Plata. En las ciudades hay historias: la tradición, por ejemplo, es una parte de la historia de una ciudad y de sus mujeres y de sus hombres. Sus interrupciones, también.
Nuestra ciudad de La Plata es rica en anecdotarios, aunque a veces la sombra de la Gran Capital se cierna sobre ella como el cerrado follaje de un impertinente álamo que evita el postergado avance de la luz que por fin la alumbre y la pervierta, en el mejor sentido del término.
En 1952, un día como hoy, los habitantes de nuestra ciudad, vivieron en otra ciudad que era igual, pero diferente. Un 9 de agosto de aquel año, a días del fallecimiento de “Evita” -ocurrido un 26 de julio-, una comitiva integrada por representantes de la CGT y del partido peronista logró que el poder legislativo, sin mayores oposiciones, consagrara para la geografía ideada por Dardo Rocha, el nombre de “Eva Perón”. Tres años apenas alcanzó el homenaje. El derrocamiento de Juan Perón en el 55 arrojó la membrecía al plano del olvido y la sepultó con insolente rigor junto a cualquier estampa que recordara al Peronismo.
Sin embargo, hay una ciudad dentro de esta ciudad: La Ciudad de los Niños o República de los Niños, allá en Gonnet, por el camino General Belgrano. Es un bellísimo parque que cada tanto recupera la frescura de su origen y convoca a gran cantidad de chicas y chicos que le otorgan sentido a su existencia.
La Ciudad de los Niños tiene su propia mitología. Walt Disney la tomó de referencia para crear sus monumentales ferias de innovación tecnológica, proyectada con juegos metálicos inmensos y fantasías en 3D. Sin embargo, nuestra ciudad de los niños, es justo decirlo, fue concebida con un propósito menos artificial y por eso no es imprescindible actualizarla con mecánicas y digitalizaciones, aunque sí es impostergable resguardarla, que sería algo así como recuperarla en nuestro afecto.
Existen aromas que nos devuelven una memoria. Asuntos parecidos suceden con ciertas vistas y con la música y con los sonidos familiares. Los recuerdos llegan a través de esos estímulos con la fuerza de una fiera que aúlla por su libertad y como un eco que con el paso del tiempo se va apagando y se pierde en el infinito de la mundanía colectiva.
Ojalá que, cuando esta pandemia termine, los platenses puedan regresar a su ciudad de los niños: a recorrer el tesoro escalofriante del museo de los muñecos, a caminar la pequeña plaza con sus circundantes instituciones y a visitar su enérgica laguna. Alguien, cuyo nombre fue una breve ciudad, la soñó.
Su verdadera ciudad fue un anhelo de vida y como todas las ciudades se apoyó sobre el pasado, el pasado de aquellos niños en el que alguna vez fuimos dueños de una ciudad pensada para un futuro que todavía se aguarda.