
Por Aylin –
Hay una espera que no desespera. Una que no exige resultados ni promete recompensas. Es la espera que se instala cuando algo importante está por suceder, pero aún no tiene forma. No es pasiva ni resignada: es activa, porosa, atenta. Como quien prepara la casa para una visita sin saber cuándo llegará.
Esperamos una respuesta, una señal, una transformación. Esperamos que alguien vuelva, que algo se revele, que el tiempo haga su trabajo. Y en esa espera, a veces, nos volvemos más humanos. Porque esperar implica reconocer que no todo depende de nosotros, que hay ritmos que no controlamos, que hay vínculos que se sostienen incluso en la distancia.
La espera puede ser un espacio fértil. Allí germinan ideas, se asientan duelos, se cocinan decisiones. Es un tiempo que no siempre se mide en minutos, sino en gestos: el té que se enfría, el mensaje que no llega, el cuaderno que se abre sin saber qué escribir.
También hay una espera que se hereda. Nos enseñaron a esperar el turno, el milagro, el amor. A veces esperamos sin saber qué, como si el acto mismo de esperar nos conectara con algo más grande. En esa espera hay memoria, hay historia, hay deseo. Y hay una forma de resistencia: no ceder al apuro, no rendirse al vacío.
Y cuando la espera se comparte, se transforma. Dos personas que esperan juntas no están simplemente contando el tiempo: están creando un espacio común, un refugio. La espera compartida es una forma de cuidado, de presencia sin exigencia. Como quien dice “estoy acá” sin pedir nada a cambio.
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