Se reproducen a continuación fragmentos del capítulo 10 de “Una tierra prometida”, el libro de memorias del expresidente de Estados Unidos Barack Obama.
“Si bien había visitado la Casa Blanca en varias ocasiones como senador de Estados Unidos, nunca había estado en el despacho Oval antes de ser elegido presidente. La habitación es más pequeña de lo que uno espera –no llega a los once metros en el lado más largo, dos metros menos en el otro– pero el techo es alto e impresionante, y su aspecto coincide con las fotos y las imágenes de los telediarios.”
“La mayor parte de los ocho años de mi mandato los pasé en esa habitación, escuchando con atención informes de inteligencia, recibiendo a jefes de Estado, persuadiendo a miembros del Congreso, compitiendo con aliados y adversarios, y posando frente a las cámaras junto a miles de visitantes. Allí me reí con los miembros de mi equipo de gobierno, también maldije y en más de una ocasión tuve que contener las lágrimas. Con el tiempo acabé sintiéndome lo bastante cómodo como para apoyar los pies sobre el escritorio o sentarme en él, rodar por el suelo con un niño o echar una siesta en el sofá. Alguna vez tuve la fantasía de salir por la puerta Este y recorrer la calzada de entrada, pasar la garita de seguridad y los portones de hierro forjado, perderme en las calles repletas de gente y regresar a mi vida anterior.
“Pero jamás perdí del todo el sentimiento de respeto que me invadía cada vez que entraba al despacho Oval, la sensación de que estaba entrando no a un despacho sino a un santuario de la democracia.”
“Mi primera visita al despacho Oval sucedió a los pocos días de las elecciones, cuando, siguiendo una vieja tradición, los Bush nos invitaron a Michelle y a mí a un recorrido por el que en breve sería nuestro hogar.”
“El presidente y la primera dama, Laura Bush, nos recibieron en el Pórtico Sur, y tras el obligatorio saludo a los reporteros, el presidente Bush y yo nos dirigimos al despacho Oval, mientras Michelle y la señora Bush fueron a la residencia a tomar el té. Tras algunas fotografías más y después de que un joven mayordomo nos ofreciera un refrigerio, el presidente me invitó a tomar asiento.
–¿Y? –me preguntó– ¿Qué se siente?
–Es demasiado –dije sonriendo–. Seguro que lo recuerdas.
–Sí, lo recuerdo. Parece que fue ayer –dijo asintiendo con energía–. Aunque, te lo advierto… es todo un viaje el que estás a punto de empezar. No hay nada parecido. Hay que recordarlo todos los días para valorarlo.
Ya fuera por respeto a la institución, por la experiencia de su padre o por los malos recuerdos de su propia transición (había rumores de que algunos empleados de los Clinton habían quitado la letra w de los ordenadores de la Casa Blanca antes de marcharse), o quizá solo por una cortesía elemental, el presidente Bush terminó haciendo todo lo que estuvo en su mano para que las cosas fluyeran sin problemas durante aquellas once semanas entre mi elección y su partida. Todos los despachos de la Casa Blanca tenían un detallado ‘manual de instrucciones’. El personal se había ofrecido a reunirse con sus sucesores, responder preguntas e incluso permitir que estuvieran presentes mientras aún cumplían con sus obligaciones. Las hijas de Bush, Barbara y Jenna, por aquel entonces ya unas jovencitas, reorganizaron sus agendas para hacerles a Malia y a Sasha su propio recorrido por los lugares más «divertidos» de la Casa Blanca. Me prometí a mí mismo que, cuando llegara el momento, trataría a mi sucesor de la misma forma.
El presidente y yo charlamos sobre una amplia cantidad de temas –la economía, Irak, los medios de comunicación acreditados, el Congreso– durante esa primera semana sin que él abandonara su tono bromista y un poco inquieto. Me ofreció francas valoraciones sobre algunos líderes extranjeros, me advirtió de que personas de mi propio partido acabarían causándome algunos de los peores dolores de cabeza y accedió amablemente a organizar un almuerzo con todos los expresidentes vivos en algún momento antes de la investidura.
Sabía que había ciertos límites inevitables en la sinceridad de un presidente frente a su sucesor; sobre todo frente a uno que se había opuesto a gran parte de su historial. Al mismo tiempo era consciente de que más allá del aparente buen humor del presidente Bush, mi presencia en el despacho que estaba a punto de abandonar debía de despertar en él sentimientos encontrados. Seguí su ejemplo y evité profundizar demasiado en política. Más que nada, me dediqué a escuchar.”
“Al regresar a Chicago, nuestra vida cambió bruscamente. En casa nada parecía muy diferente. Hacíamos el desayuno y preparábamos a las niñas para ir a la escuela, nos pasábamos las mañanas devolviendo llamadas y charlábamos con los miembros del equipo. Pero en cuanto alguno de nosotros cruzaba el umbral de la puerta, era un mundo nuevo. Los periodistas se habían instalado en la esquina, tras unas barreras de cemento recién levantadas. Los francotiradores del Servicio Secreto hacían guardia en el techo, vestidos de negro. Una visita a la casa de Marty y Anita, a apenas unas manzanas de distancia, suponía un gran esfuerzo; una escapada a mi viejo gimnasio ya era impensable. De camino a nuestras oficinas temporales en el centro, me di cuenta de que las carreteras vacías que Malia había comentado la noche de las elecciones eran ahora la nueva normalidad. Todas mis entradas y salidas de edificios eran a través de las áreas de carga y de ascensores de servicio, completamente despejadas a excepción de algunos guardias de seguridad. Me sentía como si viviera en una ciudad fantasma particular, eterna y portátil.
Pasaba las tardes formando el Gobierno. Una nueva Administración genera menos cambios de lo que la mayoría de la gente cree. De los más de tres millones de personas que emplea el Gobierno federal, entre civiles y militares, apenas unos pocos miles son los llamados cargos políticos, que prestan servicio según la voluntad del presidente. De entre esos, el presidente tiene un trato habitual, significativo, con menos de cien altos cargos y asistentes personales. Los presidentes tienen el poder de articular una imagen y establecer una dirección para el país; el poder de promover una cultura institucional sana, estableciendo cadenas de responsabilidad y medidas de rendición de cuentas muy claras. Al fin y al cabo, iba a ser yo quien tomara las decisiones finales sobre los temas relevantes y quien iba a tener que explicárselas al país. Para hacerlo, al igual que los presidentes que me habían precedido, dependería del puñado de personas que hicieran de mis ojos, oídos, manos y pies; de quienes iban a convertirse en mis administradores, ejecutores, facilitadores, analistas, organizadores, líderes de equipos, comunicadores, mediadores, solucionadores de problemas, chalecos antibalas, negociadores sinceros, cajas de resonancia, críticos constructivos y soldados leales. Era clave, por lo tanto, elegir bien esos primeros nombramientos; empezando por la persona que iba a ser mi jefe de gabinete. Desgraciadamente, la respuesta inicial del primer candidato en la lista fue poco entusiasta: ‘Ni de coña’.”
“Más o menos en la misma época en que terminaba de decidir mi equipo económico, le pedí a mis colaboradores y agentes del Servicio Secreto que acordaran una reunión privada en la estación de bomberos del aeropuerto Nacional Ronald Reagan. Cuando llegué, las instalaciones estaban vacías, habían reubicado los camiones para acoger nuestra comitiva. Entré en una habitación en la que habían servido un refrigerio y saludé al hombre pequeño y encanecido de traje gris que estaba sentado en el interior.
–Señor secretario –dije mientras le estrechaba la mano–. Gracias por su tiempo.
–Felicitaciones, presidente electo –me respondió Robert Gates con la mirada inflexible y la sonrisa tensa, antes de sentarnos y ponernos manos a la obra.
Se puede decir que el secretario de Defensa del presidente Bush y yo no frecuentábamos los mismos círculos. De hecho, más allá de nuestras raíces comunes en Kansas (Gates había nacido y crecido en Wichita), resulta difícil imaginar a dos individuos con trayectorias tan distintas llegando a un mismo lugar. Gates era un eagle scout, un oficial de inteligencia de la Fuerza Aérea, experto en Rusia y recluta de la CIA. En el apogeo de la Guerra Fría, había trabajado en el Consejo de Seguridad Nacional con Nixon, Ford y Carter, y en la agencia con Reagan, antes de convertirse en el director de la CIA con George H. W. Bush.”
“Era un republicano, un halcón de la Guerra Fría, un miembro acreditado del establishment en asuntos de seguridad nacional, un antiguo adalid de las intervenciones internacionales contra las que seguramente yo había protestado en la universidad, y actual secretario de Defensa de un presidente cuyas políticas bélicas aborrecía. Aun así, aquel día me encontraba en la estación de bomberos para pedirle a Bob Gates que siguiera en el cargo como mi secretario de Defensa.
Al igual que para los nombramientos en materia económica, mis motivos eran prácticos. Con ciento ochenta mil soldados estadounidenses desplegados en Irak y Afganistán, cualquier cambio a gran escala en el Departamento de Defensa parecía plagado de riesgos. De hecho, a pesar de las diferencias que Gates y yo hubiéramos podido tener respecto a la decisión inicial de invadir Irak, las circunstancias nos habían empujado a compartir cierta idea del camino a seguir. Cuando el presidente Bush –por recomendación de Gates– ordenó un ‘aumento’ de tropas estadounidenses en Irak a principios de 2007, yo me mostré escéptico, no porque dudara de la capacidad de los soldados estadounidenses para reducir la violencia en ese lugar, sino porque se planteaba como un compromiso con final abierto.
Sin embargo, bajo la dirección de Gates, el incremento dirigido por Petraeus (y la negociada alianza con las tribus suníes en la provincia de Ambar) no solo redujo significativamente la violencia, sino que había brindado tiempo y espacio a los iraquíes para hacer política. Con la ayuda de la meticulosa diplomacia de la secretaria de Estado Condoleezza Rice, y sobre todo del embajador estadounidense en Irak, Ryan Crocker, Irak estaba en la senda de formar un gobierno legítimo, con unas elecciones programadas para finales de enero. A mitad de mi transición, la Administración Bush había llegado a anunciar un Acuerdo sobre el Estatus de Fuerzas con el Gobierno de Maliki para la retirada de las tropas estadounidenses de Irak a finales de 2011; cronograma que reflejaba cabalmente lo que yo había propuesto durante la campaña. Al mismo tiempo, Gates había enfatizado públicamente la necesidad de que Estados Unidos volviera a centrar la atención en Afganistán, una de las propuestas centrales de mi programa de política exterior. Seguía teniendo algunas dudas sobre la paz, los recursos y el personal. Pero la estrategia principal de reducir de manera paulatina las operaciones militares en Irak y potenciar nuestros esfuerzos en Afganistán estaba asentada con firmeza; y al menos por el momento nadie estaba en mejor posición para ejecutar esa estrategia que el actual secretario de Defensa.
Además, había poderosos motivos políticos para mantener a Gates en el cargo. Había prometido terminar con el rencor partidista y la presencia de Gates en mi gabinete demostraba que tenía serias intenciones de cumplir esa promesa. Retenerlo serviría para generar confianza entre la comunidad militar y las diferentes organizaciones que conformaban la inteligencia de Estados Unidos (conocida como IC). Disponer de un presupuesto militar más grande que el de los de los siguientes treinta y siete países juntos provocaba que los altos cargos del Departamento de Defensa y de la IC fueran hombres de firmes convicciones, hábiles en las luchas burocráticas internas y que se inclinaran por seguir haciendo las cosas siempre igual. Eso no me intimidaba. A grandes rasgos, sabía lo que quería hacer y entendía que las costumbres derivadas de la cadena de mando –como hacer el saludo y ejecutar las órdenes del comandante en jefe, incluso aquellas con las que uno estaba del todo en desacuerdo– estaban profundamente arraigadas.
Con todo, sabía que dirigir el aparato de la seguridad nacional estadounidense hacia una nueva dirección no había sido sencillo para ningún presidente. Si Eisenhower –antiguo Comandante Supremo Aliado y uno de los arquitectos del Día D– en ocasiones se había sentido bloqueado por lo que llamaba el ‘complejo militar-industrial’, había grandes probabilidades de que impulsar una reforma fuera aún más difícil para un presidente afroamericano recién elegido, que jamás había prestado servicio en uniforme, que se había opuesto a una misión a la que muchos habían dedicado la vida, que quería poner freno al presupuesto militar, y que con toda seguridad había perdido el voto del Pentágono por un margen considerable. Para terminar con todo aquello, y no postergarlo uno o dos años, lo que necesitaba era una persona como Gates, que sabía cómo funcionaba la estructura y dónde estaban las trampas; alguien que ya gozaba de un respeto que yo –a pesar de mi cargo– tendría que ganarme de alguna forma.
Había un último motivo por el que quería a Gates en mi equipo, y era resistirme a mis propios prejuicios. La imagen de mí mismo que había surgido en la campaña –el idealista romántico que se oponía por instinto a la acción militar y que creía que todos los problemas en el escenario internacional se podían resolver mediante el diálogo moralista– jamás había sido del todo correcta. En realidad, creía en la diplomacia y pensaba que la guerra debía ser el último recurso. Creía en la cooperación multilateral para afrontar problemas como el cambio climático y que una firme difusión de la democracia, el desarrollo económico y los derechos humanos en todo el mundo ayudarían a cumplir nuestros intereses de seguridad nacional a largo plazo. Quienes me votaron o trabajaron en mi campaña se inclinaban a compartir esas creencias, y lo más probable era que estuvieran en mi Administración.
Pero mis opiniones sobre política exterior –y ciertamente también mi oposición a la invasión de Irak– estaban en deuda casi en la misma proporción con la escuela «realista», una aproximación que apreciaba el control, daba por descontado la información imperfecta y las consecuencias imprevistas, y atenuaba la creencia en la excepcionalidad de Estados Unidos con cierta humildad a la hora de pensar en nuestra capacidad real para rehacer el mundo a nuestra imagen. Con frecuencia sorprendía a las personas al nombrar a George H. W. Bush como uno de los últimos presidentes cuya política exterior admiraba. Bush, junto a James Baker, Colin Powell y Brent Scowcroft, habían gestionado hábilmente el final de la Guerra Fría y el exitoso desarrollo de la guerra del Golfo.
Gates había crecido trabajando con esos hombres, y en su gestión de la campaña en Irak había visto suficientes coincidencias entre nuestras opiniones como para confiar en que podíamos trabajar juntos. Contar con su opinión en la mesa, junto a la de otras personas como Jim Jones –general con cuatro estrellas retirado y antiguo jefe del Comando Europeo, a quien había designado como mi primer asesor en cuestiones de seguridad nacional– garantizaban que iba a escuchar distintos puntos de vista antes de tomar cualquier decisión importante, y que constantemente pondría a prueba mis creencias más profundas frente a personas que tenían jerarquía y confianza suficientes para decirme si me estaba equivocando.
Evidentemente, todo eso dependía de un nivel básico de confianza entre Gates y yo. Cuando le pedí a un colega que tanteara su posible disposición a continuar en el cargo, Gates respondió con una lista de preguntas. ¿Cuánto tiempo pretendía que se quedara? ¿Estaba dispuesto a mostrarme flexible en la retirada de tropas de Irak? ¿Cómo iba a abordar la dotación de personal y el presupuesto del Departamento de Defensa?
Sentados en aquella habitación de la estación de bomberos, Gates reconoció que no era habitual que un potencial miembro del gabinete interrogara de aquella manera a su futuro jefe. Esperaba que yo no lo considerara una impertinencia. Le aseguré que no me importaba y que su franqueza y su mente lúcida eran precisamente lo que estaba buscando. Repasamos su lista de preguntas. Por mi parte, yo también había llevado algunas. Cuarenta y cinco minutos más tarde, nos dimos la mano y nos escabullimos en comitivas separadas.
–¿Y? –me preguntó Axelrod cuando regresé.
–Se apunta –respondí–. Me gusta –y agregué–: veremos si yo también le gusto a él.”
“Llegó el día de la investidura, luminoso, ventoso y frío. Como sabía que los eventos habían sido organizados con una precisión militar, y como tiendo a vivir mi vida unos quince minutos por detrás de la agenda, me puse dos alarmas para asegurarme de que me iba levantar a tiempo. Una carrera en la cinta, el desayuno, la ducha y el afeitado, varios intentos antes de conseguir que el nudo de la corbata quedara aceptable, y a las 8.45, Michelle y yo estábamos haciendo el traslado de dos minutos en coche desde la Casa Blair hasta la iglesia episcopal de Saint John, adonde habíamos invitado a un amigo, el pastor T.D. Jakes de Dallas, para que dirigiera un servicio privado.”
“Algunas personas en la iglesia comenzaron a aplaudir y les sonreí acusando recibo de sus palabras. Pero mis pensamientos se iban a la noche anterior, cuando después de cenar me disculpé con mi familia, subí la escalera a una de las tantas habitaciones superiores de la Casa Blair, y recibí las instrucciones de la Oficina Militar de la Casa Blanca sobre el ‘balón’; el pequeño maletín revestido de cuero que acompaña al presidente todo el tiempo y que contiene los códigos necesarios para autorizar un ataque nuclear. Uno de los asistentes militares responsables de llevar el balón me explicó los protocolos con la misma calma y meticulosidad con la que alguien podría describir cómo programar una grabadora. El subtexto era evidente.
Pronto se me iba a otorgar la autoridad para hacer explotar el mundo.
La noche anterior, Michael Chertoff, secretario de Seguridad Nacional de la Administración Bush, había llamado para informarnos de que servicios de inteligencia fiables habían detectado que cuatro ciudadanos somalíes planeaban un ataque terrorista en la ceremonia de investidura. Debido a eso, se iba a reforzar el ya de por sí descomunal despliegue de seguridad en la Explanada Nacional. Los sospechosos –unos hombres jóvenes de quienes se creía iban a pasar por la frontera de Canadá– todavía andaban sueltos. Nadie dudaba de que íbamos a continuar con los eventos de las jornadas siguientes, pero para estar seguros, repasamos varias intervenciones con Chertoff y su equipo, y luego asigné a Axe para que redactara las instrucciones de evacuación que yo debía dar a la muchedumbre en caso de que sucediera un ataque mientras me encontraba en el escenario.
El reverendo Jakes concluyó su sermón. La última canción del coro llenó la iglesia. A excepción de un puñado de miembros del equipo, nadie más sabía de la amenaza terrorista. Ni siquiera se lo había dicho a Michelle, no quería sumar más estrés a la jornada. Nadie pensaba en una guerra nuclear ni en ataques terroristas. Nadie excepto yo. Mientras repasaba a la gente sentada en los bancos –amigos, miembros de la familia, colegas, algunos me llamaban la atención y me sonreían emocionados– me di cuenta de que a partir de ese momento todo aquello formaba parte de mi trabajo: conservar una actitud de normalidad, defender frente a todos la ficción de que vivimos en un mundo seguro y ordenado, mientras contemplaba fijamente el oscuro agujero de posibilidades y me preparaba lo mejor que podía para la alternativa de que cualquier día, en cualquier instante, el caos se abriera paso.”
“Era la primera vez que me subía a la Bestia, la enorme limusina asignada al presidente. Reforzada para resistir la explosión de una bomba, pesa varias toneladas, tiene lujosos asientos de cuero negro y el sello presidencial cosido a un panel de cuero encima del teléfono y del reposabrazos. Cuando se cierra, las puertas de la Bestia se sellan y no dejan pasar ningún sonido. Mientras nuestra comitiva avanzaba lentamente por la Pennsylvania Avenue y charlaba de trivialidades con el presidente Bush, pude ver por las ventanas blindadas la cantidad de personas que todavía iban camino a la Explanada Nacional o que ya habían tomado asiento en el recorrido del desfile. La mayoría parecía de un humor alegre, vitoreaban y saludaban cuando veían pasar la comitiva. Pero cuando giramos en una esquina hacia el último tramo del recorrido, nos topamos con un grupo de manifestantes con megáfonos que alzaban carteles que decían ‘Condena a Bush’ y ‘Criminal de guerra’.
No sé si el presidente los vio; estaba demasiado entusiasmado con una descripción sobre cómo se limpiaba la maleza en su rancho en Crawford, Texas, adonde se iba a marchar en cuanto acabara la ceremonia. Pero me sentí silenciosamente molesto con ellos en su nombre. Me pareció innecesario y fuera de lugar protestar contra un hombre en la última hora de su presidencia. En líneas generales, me preocupaba lo que aquellas protestas de último minuto mostraban sobre las divisiones que agitaban a todo el país, y el debilitamiento de las barreras de decoro que alguna vez habían regulado la política.
Supongo que había cierto rastro de egoísmo en mis sentimientos. En pocas horas estaría viajando solo en el asiento trasero de la Bestia. Calculé que no iba a pasar mucho tiempo antes de que esos megáfonos y carteles se dirigieran a mí. Y eso también iba a formar parte de mi trabajo: encontrar la manera de no tomarme aquellos ataques de forma personal, pero sin evitar caer en la tentación de aislarme de los gritos al otro lado del cristal, como tal vez había hecho mi predecesor con demasiada frecuencia.”
“Ted Sorensen, amigo, confidente y jefe del grupo de redactores de discursos de John F. Kennedy, había sido uno de mis primeros simpatizantes. Cuando nos conocimos tenía casi ochenta años, pero se mantenía lúcido, con una aguda inteligencia. Incluso hacía viajes por mí, era un suplente de campaña convincente, aunque un poco difícil de complacer. (En una ocasión, mientras nuestra comitiva avanzaba a gran velocidad por la autopista durante una tormenta en Iowa, se inclinó y le gritó al agente detrás del volante: ‘Hijo, estoy medio ciego, ¡pero hasta yo puedo ver que estás demasiado cerca de ese coche!’) Ted también se había convertido en el favorito de mi joven equipo de redactores de discursos, les daba generosos consejos y en ocasiones les había comentado algún borrador suyo. Como había coescrito el discurso inaugural de Kennedy (‘No preguntes lo que tu país puede hacer por ti…’), en una ocasión le preguntaron cuál había sido el secreto para escribir uno de los cuatro o cinco mejores discursos de la historia de Estados Unidos. Muy fácil, contestó él, siempre que Kennedy y él se sentaban a escribir, se decían a sí mismos: ‘Vamos a hacerlo lo bastante bien como para que algún día forme parte del libro de los mejores discursos’.
No sé si Ted trataba de motivar a mi equipo o solo de confundirlo.
Lo que sí sé es que mi propio discurso no estuvo a la altura del de Kennedy. Durante los días siguientes, recibió mucha menos atención que los cálculos de la afluencia, la inclemencia del frío, el sombrero de Aretha Franklin, y el pequeño fallo técnico durante el juramento entre el presidente del Tribunal Supremo de Justicia, John Roberts, y yo, por lo que tuvimos que reunirnos en la sala de Mapas de la Casa Blanca al día siguiente para rehacerlo. Algunos analistas consideraron el discurso innecesariamente sombrío. A otros les pareció ver una crítica inapropiada a la Administración anterior.
Aun así, cuando terminé me sentí satisfecho porque había hablado con honestidad y convicción. También me sentí aliviado de que la nota que debía usar en caso de un incidente terrorista siguiera en el bolsillo junto a mi pecho.”