Erase una vez una madre que estaba muy apesadumbrada, porque sus dos hijos se habían desviado del camino en que ella los había educado. Esta madre fue un día a desahogar su congoja con un santo eremita que vivía en el desierto de la Tebaida y le abrió el corazón contándole toda su congoja.
Su esposo había muerto cuando sus hijos eran aún pequeños, y ella había tenido que dedicar toda la vida a su cuidado. Pero, hete aquí, que ahora, ya adolescentes, se habían dejado influir por las doctrinas de maestros que no seguían el buen camino y enseñaban a no seguirlo. Y ella sentía que todo el esfuerzo de su vida se estaba inutilizando.
¿Qué hacer? Todo esto y muchas otras cosas contó la mujer al santo eremita, que la escuchó en silencio y con cariño. Cuando terminó su exposición, el monje se levantó de su asiento y la invitó a que juntos se acercaran a la ventana. Daba ésta hacia la falda de la colina donde solamente se veía un arbusto, y atada a su tronco había una burra con sus dos burritos mellizos.
-¿Qué ves? -le preguntó a la mujer quien respondió:
-Veo una burra atada al tronco del arbusto y a sus dos burritos que retozan a su alrededor sueltos. A veces vienen y maman un poquito, y luego se alejan corriendo por detrás de la colina donde parecen perderse, para aparecer enseguida cerca de su burra madre. Y esto lo han venido haciendo desde que llegué aquí. Los miraba sin ver mientras te hablaba.
-Has visto bien -le respondió el ermitaño-. Aprende de la burra. Deja que sus burritos retocen y se vayan. Pero su presencia allí es un continuo punto de referencia para ellos, que permanentemente retornan a su lado. Si ella se desatara para querer seguirlos, probablemente se perderían los tres en el desierto. Tu fidelidad es el mejor método para que tus hijos puedan reencontrar el buen camino cuando se den cuenta de que están extraviados.