Ella dijo “Chau Juan” y besó la madera

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Por Guillermo Cavia –

Las personas podemos imaginar historias, tal vez dar testimonio, quizás ser parte del acontecimiento. Lo que ocurre indudablemente transita siempre distintas formas de expresión. A veces son una enseñanza. Lo que aquí cuento es mucho más que una despedida. Es una lección que ofrece la vida.

En Enero de 1931 tener el don de la existencia, que entiendo como un milagro, ha sido maravilloso, como en cualquier época de la humanidad. El nacimiento es justamente eso, renacer y acaso resucitar de lo que se creía como la no existencia, el no estar, no pertenecer. Pero ese llanto, luego del trabajo de parto, demuestra que todo es posible. Incluso ser.

La edad 0 de un bebé comienza en el principio de la presencia, aunque antes ya pertenecía de algún modo a este mundo. Pero cuando se lo puede ver, sentir, tocar, es que realmente el portento da a conocer su trabajo de meses, quizás de milenios. Cuando Juan nació, ella también ya lo había hecho un año atrás. Inclusive puedo pensar que abrigó su vida desde el principio mismo.

La niñez de Juan aconteció en las quintas, entre las ristras de ajo, las plantaciones de cebollas, los cerezos robados, los huevos de gallinas, la vida con su mamá y papá, las hermanas y mucho tiempo después, cuando ya era más grande, también su hermano. Luego de ese principio de niño llegó la adolescencia y el trabajo, que conocía con exactitud, porque siempre había que hacer, sin importar la edad y sin necesidad alguna de asistir a la escuela. Arremangarse la camisa y realizar labores, en el campo, con los animales, aprender oficios, saber y hacerlo bien.

Los rasgos itálicos estaban formando a ese adolescente que elevaba los suspiros de muchas señoritas y varias señoras que también se apuntaban. Quizás es el primer perfil nato que se hereda, ese sustrato ideal que a veces tienen las personas, mezcla de carisma, voluntad, elegancia, audacia. La mirada noble pero a la vez hábil y la voz tranquila pero necesaria para el oído. A todo eso, la suma exacta de ser un gran bailarín de la milonga. De estas convenciones estaba forjando allí una combinación perfecta.

Ella transitaba los mismos caminos, el campo, el trabajo, porque la fragua de la existencia parecía moldearlos bajo los mismos conceptos. Pero en su caso también había lugar para albergar el arte que se extendió en su andar y que incluso llegó a quienes con el tiempo serían sus hijas. Zulema, conocía muy bien el sacrificio real, el mismo que solía escarchar las mañanas de invierno junto con sus manos ajadas de tanta labor. Ella entendía también que las luces de las estrellas la iluminaban desde niña y la contemplaban hermosa con su pelo de noche, la mirada clara y la sonrisa cómplice, ocurría desde ese tiempo, luego en la adolescencia y así durante toda la vida.

Se conocieron en un baile. Como si la vida supiera lo que es para siempre. Zulema tenía 19 años y Juan un poco menos, aunque le mintió la edad diciendo que era mayor que ella y que estaba haciendo el Servicio Militar. No eran ciertas ni una cosa ni la otra, pero sí lo era que iniciaban una historia, aquella noche, en la milonga. Luego de cinco años de noviazgo se casaron.

Cuando el mediodía del lunes 2 de agosto de 2021 Zulema se despidió, lo hizo como si fuera un “hasta mañana, que descanses bien”. Fue un saludo tranquilo, de sabiduría. De certezas. Las mismas que los unieron para siempre. Trabajando juntos a la par. Atravesaron momentos de pobreza, de bienestar, de milagros. Vivieron en el campo, en varios pueblos, en algunos clubes, en la ciudad. Fueron respetados por todos quienes los conocieron, queridos, honrados, gente de nobleza de valores, de palabra.

Juan sabía de niño lo que era el sacrificio y así concibió su andar, con sus brazos laboriosos y su marchar inquieto. Administró campos, fue panadero, peón, presidente, campeón de bochas, pescador, amigo, cantinero, albañil, esposo, padre de tres hijas, cocinero, parquero, hornero, bailarín, recitador, turista, hijo, hermano, cuñado, yerno, suegro, padrino, tío, abuelo, bisabuelo, de ley (para más jóvenes, “ser de ley”, significa hacer las cosas bien y pertenecer a los buenos valores de la vida). Juan hizo una familia hermosa cuyos cimientos se iniciaron en enero de 1931.

Zulema también conocía el sacrificio, lo concebía siendo niña, lavaba y cocinaba desde que tenía uso de razón. Hija virtuosa, laboriosa, prolija. Administró campos, fue cocinera, parquera, amiga, jugadora de bochas, pintora, madre de tres hijas, cuidadora, artista, bailarina, luz de la familia, turista, filósofa, de ley, bondadosa, sanadora, hermana, cuñada, nuera, suegra, madrina, tía, abuela, bisabuela.

Juntos la vida entera, historias, anécdotas, momentos familiares inolvidables. La existencia en una de las mayores expresiones de la humanidad. La armonía del tiempo durante 71 años, donde dos personas han vivido el milagro de la existencia y lo han hecho de la mano, bajo las mismas luces y en iguales caminos. Un aprendizaje, para todas las personas, una guisa, un faro, una enseñanza que nos permite saber qué es el amor.

Ese lunes de agosto, bajo un rayo de luz que atravesó los días, que nos dejó pasmados, incapaces de comprender con exactitud los hechos de la vida, Zulema se levantó despacio, como si ya no hubiera en ella más necesidad de tiempo posible, dejó la silla, se incorporó totalmente, apoyó sus dos hermosas manos en la madera, la acarició y antes de besarla, dijo con una voz baja y pausada, casi como si le hablase al oído “chau Juan”.  

Un aniversario de Zulema y Juan