El día que a todos se nos quemó el cine

Por Guillermo Cavia –

El telón impresionaba, pues su terciopelo caía desde lo más alto con su rojo de fuego intenso, cortado delicadamente por una guarda de hilos dorados de sol. Ondulaba como un mar enrojecido y se abría con delicada elegancia en noches de gala para la ilusión del teatro, pero en la mayoría de los fines de semana se ofrecía solemne para darle paso a la pantalla blanca, una cuadrícula inmensa que recibía la luz intensa que atravesando la oscuridad llevaba entre sus rayos toda la magia del cine.

La sala cuidada en todos los detalles era bellísima, su abovedado techo mostraba la amplitud del lugar que tenía capacidad para 500 butacas, cuya disposición aseguraba una buena visión desde cualquier sitio en donde uno se hallara. También albergaba un primer piso cuya habilitación dependía de lo que la sala presentase para la ocasión. Más arriba se encontraba la sala de proyección donde Don Humberto Balbi operaba con maestría los rollos de películas de todos los fines de semana. La bolsa con los rollos del film llegaban en el micro El Serrano, desde la ciudad de Olavarría y Don Humberto los recogía desde una de las paradas, para transportarlos luego en el caño de su bicicleta amarilla hasta la sala de operación del cine.

Las iniciales CAH marcaban la apertura del escenario porque el cine pertenecía al Club Atlético Hinojo, el más importante del pueblo y de prestigio en la región. El escenario abría el espacio a bambalinas altísimas mientras las tablas de buena madera cubrían los recovecos que albergaba debajo, allí había sitio de apuntadores, laberintos y vestuarios. Sobre el escenario un piano alemán siempre esperaba su noche a la vez que era testigo de cada segundo de vida de la majestuosa sala. El brillo de su madera contrastaba con los ladrillos de la pared tras del escenario, que estaba escondida por interminables telas azules y la pantalla del cine, allí el piano descansaba y aguardaba que de vez en cuando, el maestro Rossi, acariciara sus teclas de marfil para ungir todo el sitio de la música que embelesaba el aire y el alma.

Hasta que la película daba comienzo a la magia, el cine se transformaba en un recreo del pueblo, porque sentase donde uno se sentara siempre conocía a quien estaba en la butaca de al lado, por lo que el murmullo en la acústica de la sala se hacía estridente. Siempre se proyectaban dos películas con un intervalo suficiente para la compra de maní con chocolate, alfajores de dulce de leche, chicles jirafa, gallinitas y otras golosinas que allí se exhibían. Entre las anécdotas del cine comentaban que una vez algo le sucedió al proyector por lo que la última parte de la película que se presentaba no pudo terminarse de proyectar, de modo que el operador de esa noche, Ignacio Ricci bajó desde la sala de operación para ir hasta al escenario y desde allí poder relatar el final del film.

El cine estaba ubicado en la esquina de calle 8 y 11, su frente mostraba la fachada del Club Atlético Hinojo. Una amplia puerta gris de rejas tijeras, que eran corredizas, permitía el paso a otras de vidrios con marcos de madera, que se abrían hacia adentro o afuera. A la derecha se ubicaba la boletería atendida por la comisión de cine y al lado la venta de chocolates. Desde el hall a través de una puerta transversal se podía ingresar hasta la otra parte del club y así llegar al bufete, que poseía un robusto mostrador de madera hecha de naranjos. El salón conservaba una mesa de pool, espejos en cada pared, dispuestos frente a las ventanas Cerca de una de ellas se encontraba la heladera de cremas heladas con tapas redondas de goma negra, desde ese lugar se despachaban los helados en vasitos de pasta con cucharita de fina madera, algunos de ellos eran alcanzados a través de la ventana, que a pesar de estar a una altura significativa desde la vereda, servía a las mujeres que no ingresaban al bufete, pero que sí disfrutaban de la crema americana, vainilla y tutti fruti.

Los inviernos suelen ser muy fríos en Hinojo, las noches parecen quedarse congeladas bajo el manto helado de la escarcha que invisible baja del aire. Se posa con cuidado en los pastos de las plazas y el campo, se cuela en las hendijas de algunas ventanas, trata de sumase al beso de los amantes y pinta en la oscuridad todo de blanco como si fuera una nieve que no ha caído, pero que sin embargo está. En esas noches los ruidos pueden ser escuchados desde cualquier distancia porque de la misma forma que las estrellas están al alcance de la mano, los sonidos no tienen sitio y deambulan perdidos de frío. Todo encaja perfecto en la quietud de esas noches, no hay años para el tiempo, ni lejanía para las estrellas, ni perfumes en el aire porque el fío no da lugar al movimiento. Y hay veces que el invierno se transforma en un infierno.

En la madrugada del agosto de 1975 el sonido de algunas explosiones se comenzaron a escuchar, eran como botellas de vidrio que explotaban con violencia contra un paredón. Ese hecho hizo despertar de sus sueños a los vecinos de la calle 8 y 11. Pero en esa noche helada prontamente todo el pueblo estaba alertado, la gente salió a las calles como se hallaba vestido, con las mismas mantas con las que hacía minutos estaba tapado en su cama. Podía sentirse el tremendo estrepitar de las ruedas de hierro que golpeaban contra el asfalto haciendo un ruido violento, eran los carros que transportaban grandes tubos extinguidores. En tanto el techo del cine estaba ofreciendo su función más dantesca y horrorosa. Las llamas de intenso naranja lamían el cielo a la vez que escupían chispas cual si se tratase del verdadero infierno. ¡El cine se quemaba! y la sensación era que nada podía hacerse porque las explosiones su sucedían haciendo que las lenguas de fuego estuvieran en todas partes.

La madrugada del invierno de ese lunes encontró a casi todos los hinojenses con el corazón destruido y en medio de infinitas lágrimas. Las personas permanecían de pie sobre las veredas de la calle 8 y 11 mirando el espectáculo más triste que les daba el cine. Las caras iluminadas por el mismo fuego mostraba el espanto de lo que allí estaba sucediendo. Podía desde ese escenario montado en la esquina verse a muchos que arriesgaban sus propias vidas para salvar filas de butacas que retiraban con unos ganchos improvisados, en medio de los gritos, saliendo y entrando de la boca de las llamas y el terror. Los trabajadores de la fábrica de bolsas pararon la producción para todos poder acercarse con los extinguidores, pero nada pudieron hacer contra la destrucción de ese fuego que lo devoraba todo, por cada cosa que ardía entre las llamas había un alma que caía, desde el piano hasta el telón y los sueños. Las caras de los hombres y mujeres conservaban la expresión del impacto, como si la propia carne recibiera los latigazos del magma que allí los tocaba como un río de dolor. De haber juntado todas las lágrimas de esa noche hubiera alcanzado para apagar el fuego de ese incendio.

El corazón de Ramón Diorio, padre de todas las creaciones teatrales que deleitaron la platea parecía romperse. Lloraban Mirta y Cristina Maisterra, cuyas voces vivían en el aire de esa sala, igual que los tonos del bandoneón de Roye Lacoste y el sonido de la guitarra de Jaime Barceló. La bicicleta amarilla de Balbi estaba en la esquina del almacén de Anselmo, mostraba en su brillo el reflejo de las llamas mientras que su dueño desesperado intentaba salvar los proyectores de las llamas, que finalmente se perdieron en medio del fuego. La sirena de los Bomberos Voluntarios se escuchó mucho antes que el auto bomba estuviera frente al cine, sonó como una esperanza en medio del desastre. La dotación venía desde Olavarría, alertados por lo que acontecía, pero si tener certeza de la magnitud real del incendio, de modo que el agua se agotó casi inmediatamente. Recién cuando la luz del día traía la alborada había otra dotación de la localidad de Azul y una más de Olavarría con escalera mecánica, estuvieron trabajando en el lugar, pero que ya nada pudieron hacer.

Un vacío que impresionaba tuvo la mañana. Un andar con dolor que envolvía a todo el pueblo con la brisa de cenizas y perfumes del carbón. Hizo más fríos que otros fríos con el gris que mantuvo el lunes perdido casi hasta el mismo mediodía. Se dijo que las estufas habían quedado encendidas, que se trato de una chispa a consecuencia de un cortocircuito, pero nunca se supo la verdad. Lo cierto es que la sala del cine se quedó con los restos de la nada cuyas paredes negras y la devastación evidenciaron todo el sitio. Esa mañana todos quisieron ver que es lo que había quedado de la bella sala del cine. Hasta los alumnos de las dos escuelas caminaron por los restos carbonizados tratando de buscar una explicación a la vez que miraban lo que jamás olvidarían. Allí estuve en esa mañana con mi guardapolvo blanco que se tiznaba a consecuencia de la ceniza que pululaba en el aire. En medio de los restos todos vimos que había un haz de luz que ingresaba a través de las chapas de zinc retorcidas y humeantes, se trataba de la luz del día que cual una proyección iluminaba el colchón de carbonilla y agua que mostraba la verdad, una marca terrible, como si la función de esa mañana hubiera sido para la misma muerte, que allí había estado viendo la última película en la función de esa madrugada.

Del libro: “Hinojo entre cuentos” (La noche del cine).