
Por Nicolás Pane –
Transcurría enero del ´84 en la vieja cantera de Villa Mónica, cuando la vida de Gianluca cambió sin que él lo esperara, aunque en el fondo, un poco lo deseara. Villa Mónica es un pueblito ubicado entre las sierras, en el corazón de la provincia de Buenos Aires. Para poder extraer el granito, previamente se deben quitar las primeras capas de suelo con una retroexcavadora, tarea conocida como destape. Gianluca era el operador de esta máquina.
A pesar de haber estado transitando los últimos años de su cuarta década de vida, él nunca había perdido la fantasía de aventureros de la zona: descubrir enterrados puntas de flechas o vasijas de aborígenes que hubiesen habitado ese cordón serrano. O mejor aún, restos fósiles de algún animal prehistórico.
El calor en esta época del año suele ser agobiante. Más arriba de una retroexcavadora que tiene una cabina vidriada y está al rayo del sol, un mediodía que marcaba los 33° Celsius. El único alivio para estos trabajadores era el agua de la bomba y alguna leve briza que con suerte los refrescara. Ese día en el destape eran tres, Gianluca y dos compañeros: Carlos y Ramón, cada uno de ellos en un camión volcador.
La mañana había sido normal como todas las demás. Arrancar las máquinas a las 6 en punto y aprovechar los 10 minutos hasta que calentaran para tomar una rondita de mates y charlar banalidades. Luego cada uno a su máquina y comenzar la ronda de idas y vueltas con tierra. La experiencia de Gianluca era tal, que entre baldazo y baldazo, tenía tiempo para mirar de reojo a ver si descubría algo… No fuera a ser que algo apareciera y con el siguiente movimiento lo perdiese.
Como a Carlos una piedra le había roto su espejo, sacaba la cabeza por la ventanilla para atracar marcha atrás. Luego se acomodaba en el asiento para tomarse un lavado y escuchar la radio hasta que sonara la bocina de la retro en señal que estaba cargado. A Carlos le pareció escuchar algo raro una vez, pero no prestó importancia. Ya en la segunda, bajó el volumen de la radio y paró la oreja. Después un grito. Por acto reflejo miró por su espejo. Para poder mirar tuvo que asomarse. En un primer momento, dudaba si estaba viendo un espejismo por el calor. Pero se dio cuenta que no, que tal vez el calor había afectado a su compañero y estaba delirando. Gianluca en cuatro patas escarbaba la tierra con sus manos y gritaba como loco: ¡UN TESORO! ¡UN TESORO! ¡SOY RICO!
Para cuando Carlos bajó del camión ya venía Ramón con el suyo vacío, por lo que ambos fueron los únicos testigos de la escena. En ese momento, recién pudieron ver el tesoro con claridad. Era una espada aparentemente con la hoja de acero inoxidable y empuñadura de plata y oro, aunque por la tierra pegada era difícil comprobarlo de inmediato. A pesar de que sólo faltaba una hora para terminar la jornada de ese domingo, para Gianluca fue la hora más larga de la historia.
Al llegar a su casa, buscó un balde con agua y lana de acero fina para poder limpiar bien el gran tesoro sin rayarlo. La emoción era tal que no había lugar para acordarse ni del almuerzo ni de la siesta. Sentado en un taburete de madera de patas cortas y a la sombra de la parra acompañado por sus dos fieles amigos caninos, comenzó la tarea. Quitar la tierra pegada de la hoja lisa de acero no le llevó demasiado tiempo. Al contrario de la empuñadura, la cual tenía un labrado artesanal. Para esto fue necesario un cepillo de cerda corta. Cuando finalmente logró su objetivo, pudo comprobar la delicadeza de aquel sable que sostenía entre sus manos. En el labrado resaltaban de oro y con fondo de plata las letras E G A, seguramente las iniciales de la persona que supo desenvainar esta pieza.
De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas y comenzaron a rodar por su rostro. De haber estado con alguien, seguramente ese alguien hubiese pensado que una espada con plata y oro era motivo suficiente para emocionarse. Pero las lágrimas de Gianluca eran una mezcla. Melancolía, tristeza, dolor, angustia, rabia, lindos recuerdos… todo junto hecho llanto. No sabía quién era el dueño de la espada. Lo que sí sabía, era que las iniciales E G A, coincidían increíblemente con las de su abuelo. E de Enzo, G de Giovanni y A de Anfossi.
Gianluca tenía apenas nueve años cuando, junto a sus padres, abandonó su pueblo natal de Italia arrasado por la guerra. Allí quedaron sus abuelos a quienes nunca más volvió a ver. Lo que más le dolía, era que algunos recuerdos se hubiesen ido esfumando con el correr de los años. Esto le hacía sentir algo de culpa. Le costaba rememorar los aromas de la cocina de su abuela. Las imágenes de las verdes colinas llenas de flores silvestres en las que jugaba con sus primos ya no estaban tan claras en su mente. Los paseos con su mamá en la vieja bicicleta Bianchi. Pero había algo que el tiempo jamás podría borrar. Las melodías que sonaban las tardes de domingo, cuando su abuelo tocaba el violín sentado en un taburete de madera de patas cortas y a la sombra de la parra.
Tal vez el trauma de haberlo dejado todo atrás, nunca le permitió formar una familia. A pesar de haber sido un muchacho apuesto y que pretendientes no le faltaron, jamás se atrevió a abrir su corazón.
Gianluca fue hacia la cocina con un sabor amargo en la boca. Rascó su barba apoyado en la mesada, mirando la nada misma. El lengüetazo que dio su perro Pepo en su mano lo trajo nuevamente a la realidad. Buscó en la alacena el frasco donde guardaba la pasta, pero estaba vacío, al igual que el de arroz. Renegó un poco, aunque no había nadie a quien echarles culpas más que a sí mismo. En el pueblo a esa hora todos los negocios ya estaban cerrados. Dudó qué hacer por unos segundos. Salió a la vereda y miró hacia ambos lados con sus manos en los bolsillos. Cruzó la calle y tocó el timbre de su vecina Margarita, una mujer unos años menor que él y viuda desde hacía mucho tiempo. Cuando ella abrió la puerta y lo vio, su corazón se aceleró y sus ojos brillaron como la miel. Gianluca le dijo:
—Perdón que me presente así, a esta hora… Sé que no me esperaba.
—Te esperaba… hace años que te espero —y sin dudarlo un segundo se lanzó sobre él para abrazarlo. Para abrazarlo con la intención de no soltarlo nunca más.
Gianluca intentó resistirse en el primer momento. Pero hacía años que no sentía lo que era un abrazo. Era de esos que sanan, que curan, que lo dicen todo aunque no haya palabras. De esos que tocan el alma. Él devolvió el abrazo y fundieron sus labios en un beso.
Hay quienes dirán que todo esto fue casualidad. Hay quienes afirmarán que fue causalidad. Lo dejo a criterio del lector. Lo cierto es que ese día, esa espada, ese frasco, cambiaron sus vidas para siempre. No sólo se destapó granito, se destapó el amor.
Realizado en el Taller de Cuentos de “Al Pie de la Letra de María Mercedes G”