Por Viviana Elizabet Quincoces –
Mis abuelos maternos vivían en un predio de alrededor de un noveno de manzana sobre la esquina de 5 y 67 en la ciudad de La Plata. Tenían una casa, de esas alargadas, con puerta y zaguán sobre la calle 5. Sobre el frente de la casa había un local, que alquilaban a un vecino, donde funcionaba una carnicería; una habitación que llamábamos el cuartito y sobre la esquina alquilaban una vivienda-negocio, que funcionaba como almacén. Sobre la calle 67 mis abuelos habían realizado una subdivisión con el objeto de que mi mamá y mi tío pudieran construir sus respectivas viviendas.
Desde que se casaron mis padres vivieron en la casa que construyeron ubicada en el terreno más alejado del almacén. Es decir, sobre la parte ubicada hacia el fondo de la casa de mis abuelos. Por supuesto que las casas se comunicaban y, por lo tanto, siempre existió una relación simbiótica con mis abuelos. Recuerdo muy bien mis siestas pasadas conversando con mi abuelo Martín debajo de la parra, las planchadas con almidón de los guardapolvos que hacía mi abuela Catalina y, sobre todo, las reuniones de Navidad y Año Nuevo en la casa de mis abuelos con toda la familia.
Aprendí a leer de muy chiquita, cuando la familia amiga de mis abuelos, que vivía por entonces al lado de mi casa, me regaló un juego de letras de madera a la edad de tres años y medio. A los cuatro años ya leía todo lo que encontraba y todo el día.
Al cuartito nunca había entrado y, las veces en que había preguntado a mi abuela sobre él, ella me respondía que estaba lleno de cachivaches y que no le gustaba ingresar porque estaba muy desordenado.
Siempre que salía a la calle con mi abuelo o abuela yo observaba la puerta del cuartito y, cada vez que ello ocurría, la intriga me resultaba mayor con respecto a lo que pudiera albergar aquella habitación.
Una mañana mi abuelo le preguntó a mi abuela sobre los estribos de montura que usaba cuando todavía vivían en el campo, que él no encontraba. Mi abuela hizo una rápida búsqueda que resultó infructuosa y, a continuación, me pidió que la acompañara al cuartito para ver si el objeto se encontraba allí.
Grande fue mi emoción cuando mi abuela abría la puerta. Cuando ésta estuvo abierta fue como si un nuevo universo hubiera aparecido ante mí. Miles de objetos me invadieron de repente entre polvo y telas de araña. Entramos.
Mi abuela buscaba sacudiendo el polvillo y extrayendo las innumerables telas de araña. Yo iba escudriñando los objetos a medida que mi abuela limpiaba. Entre ellos había muebles, que por supuesto no pude resistir la tentación de abrir. En uno de ellos encontré libros, muchos libros. Eso me deslumbró. Mi abuela encontró los estribos luego de un largo rato y malhumor. El tiempo, de todas formas, me resultó insuficiente para abarcar ese nuevo ámbito. Las dos salimos estornudando y la puerta permaneció durante un rato abierta para ventilar. Mi abuelo quedó muy contento y yo no me perdí la posibilidad de ver dónde se guardaba la llave. Nunca supe para qué mi abuelo necesitó los estribos.
A partir de ese día, siempre que podía, buscaba silenciosamente la llave y me dirigía hacia el cuartito, también muy sigilosamente. Dejaba la puerta cerrada y no podía tampoco abrir la ventana porque, por supuesto, no quería ser descubierta. Por suerte la habitación mantenía una luz que me permitía leer. Me zambullía en la lectura. Había libros de todo tipo. Recuerdo, entre muchos otros: Mujercitas, los cuentos de Wagner, los de Lohengrim y también de Edgar Allan Poe. De éste último autor, me dejó muy impactada La máscara de la muerte roja.
Una siesta, divisé una pila de libros en lo alto de una estantería, que no había advertido en las oportunidades anteriores. Por suerte había una escalera. Cuando bajaba con los libros, pude observar algo brillante en el fondo de uno de los estantes, pero no distinguir de qué se trataba ya que varias cosas se superponían. Incorporé los libros a los anteriores y, como había quedado intrigada, volví a subir la escalera en pos del objeto brillante. Me costó mucho extraerlo y, en el intento, cayó un frasco de vidrio que se hallaba un poco más abajo y produjo un gran ruido. Me paralicé, por un lapso prolongado, por temor a ser descubierta. Con toda suerte todo siguió en calma.
El objeto resultó ser una espada, que se veía deslumbrante. El polvo no había logrado opacarla. No tenía tampoco alguna marca que diera indicios sobre su procedencia. Lamentablemente las circunstancias no permitieron, ni en ese momento, ni posteriormente, indagar sobre su origen.
Las incursiones al cuartito perduraron. Yo dejé mi ciudad natal desde muy joven. Mis abuelos vendieron todas sus propiedades. Nunca supe qué fue de los tesoros que albergaba aquel significativo rincón de mi infancia.
Una mañana del mes de marzo me levanté muy temprano. El dolor sordo que aparece en mi estómago cuando algo no anda bien me sorprendió realmente. Recordé mi sueño de esa noche: la fiesta de máscaras que se desarrollaba en un castillo, la orquesta de violines, el reloj que lo detenía todo cuando daba sus campanadas y la continuación cuando éstas terminaban, el caballero de la máscara roja que traía la peste roja y yo, esgrimiendo la espada brillante, luchando contra él.
Entrada la mañana me enteré de que la OMS había informado sobre la existencia de pandemia de COVID.
Realizado en el Taller de Cuentos de “Al Pie de la Letra de María Mercedes G”