Por Dr. Luis Sujatovich* –
A fines del siglo XIX se suscitó en Buenos Aires y en Montevideo un acontecimiento cultural muy significativo: el surgimiento del circo criollo. Inspirado en el circo creado en 1768 en Inglaterra, pero sin el empleo de animales exóticos (resta saber si la ausencia se debió a un desinterés en el maltrato que significaba su adiestramiento o, simplemente a una cuestión de recursos), se fue creando una propuesta de entretenimiento que tenía en el teatro su principal atractivo.
El éxito que obtuvieron los hermanos Podestá en Buenos Aires fue tan rotundo que lograron constituirse como una referencia insoslayable, probablemente por su originalidad y también por un hecho inesperado: las representaciones de Juan Moreira. La obra escrita por Eduardo Gutiérrez y publicada en folletines entre 1879 y 1880, luego por supuesto fue publicada en libros en múltiples ediciones, produjo una asistencia multitudinaria a las modestas carpas que montaban para hacer sus espectáculos.
Los sucesos que se generaban en las representaciones son muy famosas: en el momento que los policías iban a ultimar a Moreira, en el acto final, los espectadores ingresaban en el escenario para defender a la víctima con sus ropas y puñales. Esta práctica ha sido analizada con mucho cinismo por historiadores y literatos, porque allí encuentran una manifestación indubitable de la barbarie del pueblo argentino del siglo XIX. La imposibilidad de advertir la diferencia entre realidad e interpretación suponía un motivo favorable para su afán ideológico: la burla era casi una condescendencia, porque no faltaban textos que denunciaban esa acción como motivo suficiente para aborrecer cuanto tiene que ver con ese sector social.
Sin embargo, se podría postular que el circo criollo fue la primera manifestación de la voluntad participativa del público, acaso la manera de construirse como tal fue desde la más directa de las intervenciones. Ir a observar un espectáculo significaba hacerse responsables de la suerte de sus protagonistas. No bastaba con acompañar a un personaje que mostraba las virtudes y las penurias de los gauchos, porque advertían que sus presencias no alteraban los hechos, quizás incluso supusieran que los convertía en cómplices, o peor aún, en cobardes.
Es sencillo reconocer que la tan referida pasividad del espectador es, al menos, una construcción posterior. La industria cultural parecía no anestesiar a esos sujetos, sino que, por el contrario, los volcaba a la acción, entendiendo que su solidaridad era la única estrategia posible para desanudar una injusticia. En consecuencia, no sólo podemos considerarlo como un antecedente de la participación permanente de las audiencias en la construcción de sentido y de contenidos actual, sino también se puede obtener una lección de conciencia política. Vaya anteojeras que han padecido nuestros antepasados.
Quizás la imposibilidad tecnológica de la televisión para permitir que formemos parte de un modo activo, evidente y decisivo, sea la causa del error epistemológico. Por lo tanto, debería conceptualizarse sólo como una pausa en las atribuciones de las audiencias, pues han estado en movimiento desde hace mucho tiempo. Para detectarlas sólo hace falta sentirse parte.
*Investigador – Profesor Universitario – UDE – Universidad Siglo 21 –
Fuente de la imagen: https://www.cultura.gob.ar/dia-nacional-del-circo-9579/