Reynado Claudio Gómez –
Los lugares tienen una historia compartida. El cierre definitivo de la Cervecería Alemana de la esquina de 10 y 57 seguramente convoca el recuerdo de muchos platenses que han pasado los 50 y de otros no tan añejos. Por eso es noticia, porque allí hay memorias pequeñas, extrañas, románticas, fantásticas, políticas, las que sean; relevantes para esa gente de La Plata que alguna vez probó allí una birra fría y contó o escuchó relatos que, ahora, en este adiós, se tornan tan difusos como vitales.
Las causas del cierre son lo menos importante para quien allí, en ese sitio, no tiene invertido un céntimo. Será el producto de la pandemia o de la crisis económica. Atribuir la clausura de ese espacio a razones vinculadas a una enfermedad o a las finanzas desmerece el estatus de bodegón patrimonial de la memoria, asunto y membrecía que distingue al lugar. Las razones de su final se perderán en unos días. Pasarán por la esquina autos y personas que verán las persianas bajas y el comentario acerca de los motivos del deceso disminuirán con el paso de los días, así como en días más mermará el otoño. Las cosas se van.
A mí, a quien la nostalgia le teje la voz del pibe que vivía por allí cerca y que visitaba a Nino, su abuelastro, me hiere la piel.
Digamos que los recuerdos se encadenan en la memoria. De allí parten: está Nino, el esposo de mi abuela, la madre de mi padre. Nino es un tano que supo bailar el tango con la galantería de Lusiardo y con la misma picardía. De talla baja y algo calvo por la frente, sedujo a mi abuela entre cortes y quebradas de vaya a saber qué viejo almacén. Gran jugador de truco y tano, de mal carácter cuando le tocaba perder. Por fines de los años 60, Nino, mi abuela y sus dos hijos más chicos vivían en un vagón de ferrocarril por la zona de Meridiano V. Nino trabajaba de mozo en la Cervecería Alemana y entre sueldo y propina se arreglaba para comer todos los días y solventar a su familia.
Una tarde, uno de esos viejos parroquianos que gustan de hacer migas con los mozos, de tanto lustrar la mesa de madera con el codo, le confió a Nino su soledad. Su esposa había muerto, acaso no tenía hijos -no lo puedo asegurar-, pero la edad empezaba a entumecer sus piernas y a doler en la espalda.
Los cafés de antaño tenían algo que apenas se guarda como una moneda vieja en una alcancía: la confidencia. Guerrero le dijo a Nino que tenía miedo que la muerte lo encontrara solo como estaba. Y acto seguido le ofreció que fuera a vivir a su casa en calle 8 entre 41 y 42 con toda su familia. A cambio de atención, le cedía dos piezas y la cocina a compartir.
Fueron grandes amigos. Los días y la hinchazón de sus piernas hicieron que Guerrero perdiera la costumbre de ir hasta la Cervecería Alemana, pero bebía su cerveza en su casa, de la mano de su mozo-amigo. A mediados de los 70, Guerrero murió y le dejó la casa a Nino. Nino murió a fines de los 80.
Es la historia de una amistad que nació en la Cervecería Alemana y que hoy es un recuerdo personal. Mío, del pibe que iba a pedirle unas monedas a Nino y que este sacaba del bolsillo de la chaqueta blanca, con botones dorados. Tintineaban los centavos cuando chocaban contra el destapador de Coca Cola. Me parece verlos, pero ya no están.
La historia del lugar en la esquina de 10 y 57 data de 1932, cuando allí funcionaba el antiguo Almacén Alemán, un clásico comercio de ramos generales. Pero ya en 1938 se transformó en lo que hasta el momento era la Cervecería Alemana, conservando la fisonomía de almacén.
En 2000 se reinauguró con reformas edilicias pero conservó la clásica e histórica fachada. Ubicado en pleno centro, el tradicional local cerrará sus puertas tras casi 90 años de trayectoria en La Plata. De esta manera, un nuevo ícono de la región dejará de atender a los platenses que se acercaban para degustar las famosas picadas acompañadas de unas ricas cervezas.