Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
El aburrimiento es una condición que se busca evitar con total ahínco. Hay un consenso acerca de la necesidad imperiosa de vulnerarlo, para tener la posibilidad de gozar de cualquier evento o circunstancia. Cualquier experiencia, curso, viaje, tarea se ofrece destacando que son divertidos. Incluso, ya en el paroxismo del marketing, un jugo o un par de zapatillas ofrecen lo mismo. La diversión es una promesa del mercado que se afinca en nuestros consumos y que no nos desafía a ninguna indagación. Es una forma de continuar sobre una cinta que nos promete un avance pero que nos aleja de donde estamos. Es como la utopía definida por Eduardo Galeano, pero al revés. No nos permite avanzar, pero nos ilusiona con una renovación munida de cosas y sensaciones.
De alguna forma, bien podríamos suponer que estar aburrido es la contracara del trabajo y del descanso que cifra su placer en la compra, en la actividad reglada y cronometrada. Si nos detenemos un momento a examinar sus componentes advertiremos que no tener nada para hacer es un privilegio, dado que demanda poseer tiempo libre, no estar exigido por ningún problema urgente y disponer de un mínimo confort que nos permita demorarnos en sus dominios. Sorprende que tratándose de un privilegio, tenga tan mala reputación.
La incesante circulación de mensajes, contenidos y distracciones que se suscitan en la red constituye el enemigo ideal para repelerlo. Basta encender el celular para que el conato de angustia, desazón e incertidumbre se disipe por completo. La cultura digital exige una conexión si no logra ser despierta, el menos con un mínimo flujo de atención que vuelve improductivo (simbólicamente) el mundo exterior. A cambio nos integra a un ambiente sobrecargado de estímulos que nos hace inmunes a las sutiles fluctuaciones del tiempo, del carácter y del sentido que nos interpelan. La similitud entre el aburrimiento y la angustia existencial avalan todo intento de huida, aun cuando el punto de llegada no pueda alejarse mucho de nuestra subjetividad.
Sin embargo, es preciso señalar que también porta sus atributos y no sólo por la introspección a la que nos podría conducir. Odile Chabrillac, una terapeuta francesa en su libro titulado “Está decidido, pienso en mí” publicado en 2007, sostiene que “en primer lugar, aburrirse abre el camino hacia uno mismo, hacia los verdaderos deseos. Después es posible que se abra un espacio de creación. A condición, claro está, de no plantearlo como un resultado esperado”. Vaya destreza que nos incita a adquirir: retornar a la morada der ser con mansedumbre, confianza en uno mismo y sin otra expectativa que el sosiego que vendrá luego de superado el escollo del tedio. No resulta una propuesta que despierte pasiones, es cierto. Quizás aburrirse no sea más que el desapego hacia los objetos, emociones y adornos que componen nuestra fugaz existencia. Cuando nos aburrimos el tiempo parece detenerse y allí la eternidad se nos revela como un abismo. Y entonces preferimos frecuentar la vanidad (aunque nos enceguezca), que recurrir a la incertidumbre que nos acecha cada vez que nos percatamos que no sabemos qué hacer.