Por R. Claudio Gómez –
Todavía no me había casado, pero estaba a solo unos meses de hacerlo. Y tan cercana la fecha, las obligaciones económicas empezaban a resonar en mi espíritu al ritmo de una grave percusión afroamericana. De tal forma, abandoné el sueño habitual hasta el mediodía y comencé a tomar trabajos que, en soltería, había rechazado, cuando las prioridades eran otras y el planchado de las camisas una responsabilidad de mi vieja.
Así, caí en una guardia de una agencia de noticias. Pagaban bien y mi horario, aunque incómodo, me permitía seguir con el resto de los conchabos: entraba a las 20 y salía a las 4. En general, poca actividad, algún policial, algún incendio, poco y nada para el año 93 en la Capital Federal de entonces.
Recuerdo que me avisaron con una semana de antelación. El Jefe de Noticias me dijo: “El viernes viene Michael Jackson a River” y me advirtió con severidad: “Tenés que ir”.
En aquel octubre cálido, Michael sonaba por todos lados. Ir a cubrir su recital “Dangerous Tour”, que pasaba por más de 60 países, habría significado tocar el cielo con las manos para cualquier muchacha o muchacho, pero yo dejaba ya esa condición juvenil y con ella el disfrute de los recitales que, por cierto, no me entusiasmaban particularmente.
Un chofer me llevó hasta el Monumental. Llegamos dos horas antes del show, porque en la redacción corría el rumor de que Jackson iba a brindar una conferencia de prensa. Pensé que si lograba colar una pregunta sobe la versión acerca del abuso de chicos, que ya empezaba a cobrar importancia por encima de su música, podría armar una crónica original y no tan musical.
La puerta y los alrededores del estadio estaban repletas de gente. No solo jóvenes, sino muchas familias, chicas y chicos pequeños alborotaban a chillidos filosos el contexto un poco desordenado. Ingresé por la puerta destinada a la prensa, que acumulaba periodistas como hormigas. Subí hasta el segundo piso, con una chica de la revista del diario La Nación, que me pareció tan ansiosa como asustada. Nos alojaron en un hall y nos dieron bebidas y sanguches.
Todo se retrasaba. Imaginé que eso era propio de los artistas y que ser artista también tenía eso de demorarse por demorarse nomás. Decían que Michael se había retrasado jugando a los flippers y atendiendo a los fans en el hotel Hyatt. Lo cierto es que en un momento todo comenzó a alborotarse y los organizadores nos pidieron que tomáramos asiento en una sala preparada para la ocasión. Las sillas daban de frente con una mesa con tres asientos y dos micrófonos, una jarra de agua y tres vasos sobre un mantel blanquísimo al que enfocaban dos reflectores con luces como rayos.
Creo que todo el periodismo del mundo estaba allí; nunca volvía ver tantos paparazis como aquella noche. De pronto, apareció Michael o esa sensación nos produjo. Miró la escena desde un costado. Flaco, muy flaco, esquelético. Un barbijo y un sombrero le permitían esconder mayores datos de su rostro. Creo que miro y se fue. Eso es todo lo que puedo contar de aquella conferencia de prensa. Se suspendió porque el show se había retrasado demasiado.
Bajé al pasto. Michael soltó con una posición de estatua, mientras las luces se alzaban al cielo e iban y venían. Y la música explotó. Aquello era un delirio o el camino de una locura que se extendió durante más de dos horas. Maravilloso. Ese es el término preciso. Un show verdadero.
Terminó. Y yo había olvidado tomar una sola nota. Debía volver a la redacción y solo podría contar lo que todos iban a contar, solo que con menos pericia, ya que fuera de “maravilloso” no se me ocurría ningún otro concepto descriptivo.
A la salida, a los golpes y empujones, me encontré con Hugo Arana y con su hijo Juan. Iban apurados. Sentí que en él y otros como él estaba la salvación. Si lograba obtener cuatro o cinco testimonios de famosos, podría armar una crónica interesante. Lo paré y el tipo se detuvo con la presteza de un taxi a la madrugada. Me dijo que iba a comer pizza con su hijo y que quería salir de allí cuanto antes. “Vamos a una pizzería”, me invitó.
A tres o cuatro cuadras del estadio encontramos una. Yo no tenía un mango, pero no iba a cenar: eran dos o tres preguntas y listo, me rajaba. Fue tan amena la charla, tan empático Hugo, que acepté su convite, después de advertirle que no tenía plata para pagar. “No te hagas problemas”, dijo y yo me saqué de encima una sed tremebunda a fuerza de dos cervezas.
Charlamos un rato largo. Me hizo reír de veras, era un tipo simpático y desprovisto de formalidades o temores absurdos, indiferente a dialogar con un periodista y, por eso, simple como un tío. A la hora de la adición, le recordé “se acuerda Hugo que yo le dije que no tengo un mango” y él me dijo: “Andá, que paga Michael Jackson”.
Cuando volví a la redacción, el fotógrafo me preguntó dónde me había quedado. Le respondí que charlando con Hugo Arana. “Un fenómeno ese tipo”, completó él. La nota ya estaba planteada por una chica de espectáculos, así que solo tuve que rellenar agujeros y el despacho salió.
En el tiempo, cuando cuento que vi como un relámpago a Michael Jackson las personas se sorprenden. Y a mí me queda el callado encuentro con Hugo Arana, “un fenómeno”, como retrató el fotógrafo.