Una niña caminaba por el campo. El viento suave que bajaba del norte le movía el cabello de trigo. Miraba los caminos de las hormigas y se maravillaba del trabajo que hacían, de la organización que tenían. A la vez iba imaginando una canción que tenía perfumes de naranjas, sonidos de tambo, niños jugando y colores de flores en tierra negra. El sol que estaba alto en el cielo la veía pasar. Eran los últimos días del año 1920. Quizás el tiempo exacto del principio de una visión, porque suele suceder que a veces, como azar las cosas se suceden sin darnos cuenta.
La niña que tenía un vestido de domingo transitaba por el bosque de eucaliptos de la propiedad de Don Arturo Segui. Además del viento que la acompañaba, llevaba consigo una libreta con varias anotaciones. Si bien la pequeña tenía ocho años, ya hacía más de 12 meses que le enseñaba a leer y a escribir, a cinco peones de la estancia de Don Francisco Bertolletti. Sus alumnos la triplican en edad, pero ella se las arreglaba para explicarles las letras del abecedario, la unión de sílabas y las primeras lecturas. Utilizaba un cuaderno para hacer anotaciones y sus propios libros de lecturas, que les proporcionaban a los peones una herramienta fundamental y necesaria para aprender a leer y escribir.
Salvadora brillaba con una luz que la distinguía de todo. Quizás era parte del designio de su alma. Tal vez un cuño que estaba en el propósito de su nombre, que la marcó para siempre, desde el día de su nacimiento el 26 de enero de 1912. Salvadora no sólo le enseñó a leer y a escribir a esos peones, sino que a medida que fue creciendo se dio cuenta de las muchas necesidades que había en el lugar que ella habitaba. Pensaba que sola no podría con todo, porque eran demasiadas las cosas que se necesitaban. Así que al igual que las hormigas que tanto trabajo hacían, creyó fuertemente en la organización, en juntar a quienes quisieran hacer algo por los demás, encender las llamas que a veces están guardadas en el alma.
En 1926 Salvadora tenía catorce años. No había dejado ni por un momento de enseñarle a leer y a escribir a quienes así lo quisieran. En su familia estaban orgullosos de su trabajo y sabían que no había recompensa más grande para ella, que alguien que antes no podía leer una carta que le llegaba, una noticia, un cartel, ahora sí podía hacerlo. Era inmensamente feliz disfrutando esos hechos de la vida. Salvadora sabía que era necesaria una escuela primaria, porque varias familias necesitadas de trabajo se habían afincado. Algunas atraídas por los naranjales de la zona y otros por la demanda con la leche en el tambo.
Envió las cartas que pudo a las autoridades del Gobierno para que se instaurara una escuela primaria. Consideraba que era fundamental poder educar a las generaciones que podían hacer más grande el país. Cuando el Ferrocarril del Sur llegó a “Los Eucaliptos” se dio cuenta que el progreso estaba al alcance de la mano. Para entonces tenía una pequeña organización de amigas que la ayudaban a hacer todo lo necesario, que pudiera generar soluciones para los muchos habitantes que ya vivían en lo que hasta hace poco había sido campo.

La estación de trenes “Los Eucaliptos” cambió su nombre. Pasó a llamarse estación “Arturo Segui” en honor al propietario en el que se asentó el Ferrocarril del Sur. Que unía la ciudad de La Plata con Avellaneda. Los trenes de carga eran habitué y también los de pasajeros, que unían las ciudades con distintas paradas intermedias. Todo acontecía con velocidad y Salvadora con su mirada certera lo sabía. Había pasado en poco tiempo, de caminar en el campo a hacerlo en calles de tierra que fueron abiertas creando las primeras manzanas del pueblo, que poco a poco se transformaba en una localidad cada vez más grande. Con más personas y claro, también con más necesidades.
Las cartas de Salvadora no cesaban. La escuela estaba abierta, pero ahora era el turno de mejores calles, asfaltadas y con luminaria. No le fue fácil, pero no cesaba en sus pedidos, tanto que era reconocida de inmediato cuando se presentaba en la Municipalidad o en la propia Casa de Gobierno de la ciudad de La Plata, exigiendo ser atendida. Su organización fue creciendo, fue haciendo una huella en su andar, sin dejar de lograr lo que se proponían. A pesar de las dificultades o de los momentos de zozobras.
La existencia tiene muchas veces una marca fuerte. La niña que enseñaba a leer y a escribir, que caminaba bajo los eucaliptos, que miraba la luna, que quería una escuela, luces, calles asfaltadas, viajes para los que nunca habían podido ir a la Capital federal, que ni siquiera conocían La Plata o la costa del río. La niña que soñaba con organizarse, lo había logrado, lo pudo hacer. Como parte de un sueño, de una inmensa fortaleza, ganas, trabajo, sacrificio, amor. Salvadora pudo hacer lo que siempre quiso. Lo hizo toda la vida, en sus largos 102 años.
Los que la conocieron lo saben mejor que nadie. Los que no, se quedan con su mirada, para que otros también la puedan ver. Quizás para que algunos alumnos un día también hablen de ella y digan “Que la pasa a esa nena, cuando pasa por ahí, quién lo diría, quién lo diría, en lo que ella se convertiría. Es ella muy bonita, que camina trabajando. Sus manos salvadoras abrigo de muchos y huellas de todos”.