Escribir una carta…

Por Elvira Yorio* –

Había una vez… Nuestras abuelas contaban historias de otras épocas. Describían ambientes, vestuarios, medios de transporte y comportamientos  humanos que desconocíamos, nos eran por completo ajenos. Tal vez por eso, las escuchábamos fascinados. Actualmente podemos contar cuentos de épocas más recientes a nuestros nietos y bisnietos, pero también les resultarán extraños y hasta poco creíbles. En este presente tan particular, parecería que siempre existió la inmediatez en las comunicaciones interpersonales. Nada es hoy suficientemente rápido. Y sin embargo, no hace mucho, la práctica epistolar era frecuente. Las cartas fueron una forma personal y semi-directa de comunicarse, bastante habitual. La correspondencia, como se denomina a ese intercambio de misivas entre dos personas, era una especie de rito que llegó a poseer una magia especial. Muchos emplearon este medio epistolar para acercarse a sus afectos y reconocieron sentirse con mayor libertad de expresar sus sentimientos que si se hubieran hallado frente a frente. Además, existía una expectativa no exenta de ansiedad del que aguardaba una respuesta; las presunciones, ya pesimistas, ya optimistas, que matizaban esa espera hasta la llegada de la contestación. Cartas manuscritas…sobre todo ésas, que revelaban, más allá de lo expresado, el carácter de quien escribía. Eminentes grafólogos han hecho estudios exhaustivos de cartas célebres y arribaron a sorprendentes conclusiones. Las cartas se  enviaban mediante mensajeros especiales, o por el correo… atravesando espacios infinitos y mares inmensos… esos papeles operaban el milagro de acortar distancias, o de hacerlas desaparecer…  Y claro, como no podía ser de otro modo, la literatura reflejó esa modalidad en el denominado “género epistolar”. Hubo algunas cartas muy especiales…

Las cartas de Epicuro (341-270 a.c.) a sus epígonos, han posibilitado que conozcamos la esencia del pensamiento filosófico de este pensador. Lograron conservarse las que  dirigió a Herodoto, a Pitocles y a Meneceo. A este último le dice: “Cuando se es joven, no hay que vacilar en filosofar, y cuando se es viejo, no hay que cansarse de filosofar.” El consejo sigue siendo válido.

Mucho se ha hablado del efecto deletéreo que suscitó el libro epistolar de Goethe “Las penas del joven Werther” ( 1774). El protagonista desahoga su tristeza, y escribe cartas  a un amigo confesándole su amor imposible por una joven que ama a otro,  mostrando profundos sentimientos. En su momento, este libro generó una ardua polémica, ya que tuvo una repercusión inesperada en la sociedad, pues provocó una ola de suicidios que imitaron el trágico final del desdichado joven, al punto tal que la obra se llegó a prohibir en Leipizig en 1775 y en otros países. Posteriormente Massenet la adaptó como ópera, siendo representada con éxito en los principales teatros del mundo.

¿Quién no se emocionó con “Cyrano de Bergerac” de Edmund Rostand (1897)? El personaje poco agraciado que, en nombre de otro, escribía conmovedoras cartas a su amada.

“Cartas a Theo”, las cartas que Vincent van Gogh escribiera a su hermano durante 1887 y 1890. Leerlas constituye un complejo ejercicio intelectual. Desde luego que ilustran sobre la concepción innovadora del arte que nos legó este genial pintor. Pero implican mucho más: permiten conocer su enfermedad, el sufrimiento que marcó gran parte de su vida, el vínculo afectivo con el hermano, los temores no resueltos que le atormentaron, las limitaciones y dificultades que hubo de afrontar, y valiosas reflexiones sobre temas profundamente humanos. No en vano han sido materia de estudio por investigadores de la psicología, del arte, y de la literatura.

En su momento, sorprendió la “Novela en nueve cartas” (1847), que en una sola noche logró escribir Dostoiewski. Condensa una historia entre dos amigos, los matices que puede llegar a tener ese vínculo, los encuentros y desencuentros, el juego de lealtades etc. Asimismo contiene una aguda crítica del escritor a la hipocresía social de la sociedad rusa del siglo XIX.

Digna representante del género, “Cartas a mi amada”,  novela de Christopher Massie, narra la historia de un soldado que está combatiendo en un frente de guerra y pide a un compañero de armas, que le escriba unas cartas de amor dirigidas a la joven que desea conquistar… el imprevisible enamoramiento del autor de las cartas hacia su destinataria desconocida y una serie de situaciones derivadas de esos envíos, sustentaron una apasionante historia.  Tuvo adaptación cinematográfica en 1945 con gran éxito de público.

Las “Cartas a un joven poeta” de Rainer María Rilke, o las “Cartas de amor y de esperanza” del mismo autor, permiten ilustrarnos sobre temas literarios o humanos, excepcionalmente descriptos por el inigualable poeta.

Una autora contemporánea, Ava Dellaira (E.E.U.U.), echa mano a este recurso creativo, y escribe “Cartas de amor a los muertos” (2015): una adolescente afectada por la muerte de su hermana en trágicas circunstancias, escribe cartas a artistas muertos (Kurt Cobain, Judy Gardland, Amy Winehouse etc.) expresando sentimientos que, según parece, no se atrevería a confesar a personas vivas. Halla consuelo en eso. Aunque cabe preguntarse si son estrictamente cartas, o simples confesiones más propias de un diario íntimo, ya que, ab initio, se sabe que carecen de destinatario real. Este libro obtuvo gran éxito editorial y ha sido traducido a otros idiomas.

Existe mucha correspondencia entre personajes famosos, cuya lectura resulta aleccionadora en varios aspectos. Tal, por ejemplo, el intercambio de misivas entre George Sand y Gustave Flaubert (1884), una escritora no convencional para su época, y un eximio escritor. Revelan afinidades intelectuales, y  también personalidades diferentes que enriquecen el diálogo entablado por ese medio, que contribuyó a cimentar una sólida amistad entre ambos. Interesante cruce de pareceres de dos seres que se admiran y respetan. Ella le dice:” es usted uno de los pocos que se mantiene no corrompido por la ambición, ni embriagado por el éxito”. Una frase de Flaubert a ella: “He seguido sus consejos: me he distraído. Pero eso me divierte mediocremente. No me interesa otra cosa que la sacrosanta literatura.”

Baudelaire escribió cartas a su madre, en las cuales exterioriza una relación despareja y conflictiva, a partir del impacto que le  causó la temprana muerte del padre y la circunstancia de tener que tolerar la pronta  imposición de un padrastro. Podría hallarse en esta lectura la explicación a rasgos de la personalidad del “poeta maldito”. En una de ellas (1857) reconoce en sus poemas recopilados en “Las flores del mal”: “…belleza siniestra y fría y ha sido hecho con paciencia y furor. Por otra parte, la prueba de su verdadera valía está en todo lo malo que se dice de él”. Es posible que tratara de explicarle a su madre que, a pesar de haber sido condenado por ultraje a la moral pública, no se dejaría vencer por esa política propia de una sociedad sujeta a convencionalismos hipócritas.

Kafka, el atormentado escritor, también escribió  una desgarradora carta a su padre, aunque nunca se haya concretado el envío al destinatario. Es evidente que a través de ella exteriorizó su sufrimiento por la rigidez y frialdad de su educación, que reprimiera desde niño, y manifiestó aquello que nunca se atrevió a decir, por temor o profundo complejo de inferioridad. Se publicó póstumamente (1952) y ha sido objeto de exhaustivos análisis  por especialistas en psicología.                                                                                         

Herman Hesse y Thomas Mann mantuvieron durante años una correspondencia que prolongó los diálogos entablados mientras ambos residían en Suiza. Tuvieron grandes coincidencias en materia literaria, cuanto política y filosófica. Sus hijos se ocuparon de publicar esa correspondencia.

Cortázar escribió una hermosa carta a Edith Aron, la musa inspiradora de su famoso libro “Rayuela”. Se conocieron en forma que ambos tildaron de “casual” y luego tuvieron otros encuentros de la misma índole. Sin embargo, a través de la carta se percibe una intensa conexión emocional. Él menciona que ha escuchado Bach en su compañía, lo cual no es por cierto una experiencia trivial, amén de haber compartido otras vivencias especiales.

Para los románticos incurables, nada mejor que leer las cartas del gran escritor Juan Rulfo escritas a su esposa, Clara Aparicio, durante varios años. Según parece, Rulfo trabajaba en la capital mexicana, su familia residía en Guadalajara y su comunicación fue epistolar. Están impregnadas de una cadencia poética que emociona. Escribe por ejemplo: “Junto a tu nombre el dolor es una cosa extraña. Es una cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de una herida, como se va la muerte de la vida. Y la vida está llena de tu nombre: Clara, claridad, esclarecida… Yo pondría mi corazón entre tus manos sin que él se rebelara. No tendría ni así de miedo, porque sabría quién lo tomaba ¿y que mejor amparo tendría él, que esas tus manos Clara? He aprendido a decir tu nombre mientras duermo. Lo he aprendido a decir en la noche iluminada…”                                                                                                       

 Autores contemporáneos como Coetze y Paul Auster, mantuvieron una activa correspondencia, que se publicó bajo el título “Aquí y ahora. Cartas 2008-2011” con un intercambio de ideas muy interesante sobre política, literatura, relaciones humanas, deportes economía y otros temas.

James Joyce escribió cartas a su compañera de vida, Nora Barnacle, una mujer que le impactó profundamente. A tal punto que, la fecha de su primera cita (16/6/1904), es el día en que desarrolla toda la trama de su famoso “Ulises”. Confieso: nunca terminé de entender esa historia, que-según el autor- escribió para mantener ocupados a los expertos en literatura por espacio de trecientos años. Esa monumental sátira ha merecido elogios y críticas. Pensé que estas cartas, experiencia de su vida real, podrían echar luz sobre su personalidad. Como el propio autor expresa, son cartas sucias, destinadas a azuzar el amor, o tal vez sería mejor decir, excitar el deseo o los instintos sexuales. En verdad, me parecieron cartas obscenas de las que él mismo pareció avergonzarse, esbozando una tibia disculpa. Si no supiera quién es el que escribe, las consideraría rayanas con la vulgaridad, pues muestran a un individuo primitivo, inestable, emocionalmente inseguro, que cuando quiere ser poético, se plagia a sí mismo. En efecto, llama a su mujer “flor de la montaña” idéntica expresión que dedica a Molly Bloom, personaje femenino del “Ulises”. Después de leerlas, me pregunté si no asistiría razón a Karl Jung que creyó ver en el “Ulises” algún reflejo de perturbación mental.                       

Alguien dijo que el estudio de las cartas en la historia puede conducir hacia una mejor comprensión de las emociones y vínculos de los seres humanos, ya que suponen un vuelco personalísimo que no se revela en otros modos de expresión. Son intimidad compartida, porque el espíritu del que escribe se plasma en esa forma que tiene mucho de confesión. 

Las cartas siempre fueron algo digno de protección y respeto. Las legislaciones más avanzadas otorgan tutela jurídica a la correspondencia, decretando su inviolabilidad, ya que pertenecen al ámbito de la intimidad de las personas. Después de este breve recordatorio, parecería que el género epistolar no está definitivamente abandonado. Por el contrario, aún podría sustentar grandes obras. Tal vez…

*Colaboración para En Provincia.    

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