 
 Por Guillermo Cavia –
 Por Guillermo Cavia – 
Durante años creímos que el pueblo era una criatura predecible. Que votaba “bien” cuando coincidía con nuestras ideas, y “mal” cuando no. Que había una forma correcta de mirar la historia, de pensar el futuro, de nombrar lo justo. Pero el pueblo —ese cuerpo múltiple, contradictorio, inasible— no se equivoca: se choca, como esos juguetes que al golpearse, se transforman en otra cosa.
Cada elección es una escena en la que cada una de las personas que participamos nos revelamos como actrices y actores que en un momento del día, de un domingo entre las 08:00 y las 18:00 horas, salimos a interpretar nuestro papel.
De ese instante de nuestras vidas, luego ha de sobrevenir una revelación. No porque nos diga quién ganó, sino porque nos muestra desde dónde estamos mirando. Es muy probable que cuando gana alguien que no esperábamos, no es el pueblo el que se equivoca: somos nosotros los que no supimos ver. Nos aferramos a un mapa viejo, a una brújula que ya no señala el norte de nadie.
Hay quienes, ante el resultado, se refugian en la descalificación: “la gente no entiende”, “votaron con el bolsillo”, “no saben lo que hacen” o califacciones peores sin altura alguna. Pero ¿y si el problema no es la gente, sino el discurso que no supo escucharla? ¿Y si las viejas palabras de dirigentes ya no alcanzan para lo que ahora duele, lo que falta? ¿Y si la forma de hacer política ha sido siempre la misma y no hay nada nuevo y lo viejo está absolutamente roto, corrompido y nos ha sumido en lo que somos?
La política, como el lenguaje, se oxida cuando no se arriesga a mutar. Hay frases que alguna vez fueron banderas y hoy son rasgados telones de terciopelo que tapan el escenario. No pueden ni abrirse y no debería hacerlo porque no funcionan ni los engranajes. Hay ideas que fueron buenas alguna vez y hoy son como lámparas apagadas. No porque hayan sido falsas, sino porque el tiempo las pasó por encima. Porque el mundo cambió, y con él, las formas de desear, de temer, de imaginar.
No se trata de renunciar a los principios, sino de volver a encarnarlos en un presente que ya no es el de antes. De dejar de hablarle al espejo y empezar a escuchar el murmullo de la calle, del barrio, del cuerpo cansado que no encuentra palabras para decir lo que siente, pero igual vota. Y al votar, habla.
Quizás la tarea no sea juzgar al pueblo, sino aprender a leerlo. No como quien busca confirmar sus certezas, sino como quien se deja interpelar. Porque el pueblo no se equivoca: se transforma. Y si queremos acompañarlo, habrá que transformar también nuestras palabras, nuestros gestos, nuestras formas de hacer política.
En la foto de tapa, estoy seguro, estimada lectora o estimado lector, que usted vio ese objeto cotidiano, familiar, casi íntimo. Sabía de qué color era. Lo había visto mil veces. Pero… fijese que el color rojo que usted ve, no existe. No es real. La imagen es negra y blanca.
No se trata de un error, sino de una revelación.
La neurociencia lo confirma: el cerebro no solo recibe estímulos, los interpreta según su historia, su contexto, su expectativa. Un estudio reciente demostró que el mismo círculo de color puede parecer azul o morado dependiendo del sector ocular que lo observe. La retina, la luz, el ángulo, todo influye. Pero también influye lo que creemos saber.
El fenómeno que se llama ilusión perceptiva, me animaría a llevarlo a una fidelidad simbólica. Porque el cerebro no se equivoca: es leal a lo que aprendió. Si durante años vimos ese objeto como rojo, el cerebro hará lo posible por seguir viéndolo así, incluso cuando la imagen diga otra cosa.
En la política parece que a quienes vivimos en argentina nos pasa lo mismo. Y entonces, ¿qué vemos cuando miramos? ¿La realidad o la memoria? ¿El color o el relato? Nos aferramos a una tonalidad que ya no está, pero que el cerebro insiste en sostener. Quizás por eso cuesta tanto aceptar ciertos cambios. Porque no es solo cuestión de mirar distinto: es cuestión de reeducar la mirada. De permitir que el cerebro se desarme, se contradiga, se actualice. De aceptar que lo que vemos puede no ser lo que es, y que lo que es puede no coincidir con lo que vimos.
Imagen: Archivo web.
 
		 
		