La niña de la lluvia

Por Guillermo Cavia –

El hombre contaba que la niña era pequeña, tan infanta, que caminaba hasta que se perdía por el patio infinito, cargado de sauces, magnolias, higueras y flores del campo en intensos colores. El hombre contaba que la niña jugaba siguiendo mariposas que brincaban con ella. La veía en medio de candelillas que daban aleteos vistosos. El hombre contaba que allí correteaba, cual una niña con la libertad de andar sobre el pasto blando, buscando en la tarde las sombras del verano.

Tenía la niña los ojos de miel y con ellos miraba al hombre, que era su padre. Ambos disfrutaban de esas horas serenas en el gran patio de la casa. El día tenía los sonidos de pájaros, las brisas suaves en las copas de los árboles, los perfumes del campo y a la niña, que no se cansaba de jugar durante toda la tarde, mientras el papá la miraba. A la vez la mamá observaba esa escena de ambos, como si fuera un cuadro que alguien confecciona con pinceladas exactas.

Cerca de allí estaba el gran pozo que la niña conocía, allí trabajaba su padre. Desde allí surgían a veces explosiones descomunales de barrenos, que hacían bramar el espacio, las piedras y la misma tierra. Todo ocurría en ese pozo, pero no en domingo, nunca era así. Ese día de descanso los sostenía a los tres, juntos todo el día, desde la mañana con su claridad, hasta la noche, cuando en el patio aparecían las luciérnagas, que daban la exacta hora de la magia. Siempre era así, incluso en cada día de los días.

El hombre contaba que esa tarde el cielo empezó a cambiar de color, dejó que avanzara una franja de azul intenso que vino del Oeste e hizo desaparecer al sol. Algunos pájaros volaron hacia el Norte y la brisa que hasta hace momentos movía las copas de los árboles se calmó. Mientras tanto la niña jugaba. Se entretenía descalza pisando el pasto, correteando de un lado al otro. La tormenta estaba ya sobre el patio y la casa. El hombre contaba que un trueno rompió el silencio del espacio y de la tarde, que la niña al escucharlo dejó de correr, miró enseguida hacia el lugar donde estaba al gran pozo. Lugo no perdió de vista al papá, como pidiendo una explicación, pero fue un instante de atención, más un momento de distracción, para enseguida volver a las mariposas del patio, el pasto suave, la risa clara.

El hombre contaba que una gota cayó primero, marcando una corona de ondas en un espejo de agua pequeño al lado de la bomba, que estaba lindante de la magnolia. La niña vio que el agua se movió, pero siguió jugando. El hombre contaba que la segunda gota toco el brazo de la niña, cerca del hombro. Luego hubo más, que le tocaron el pelo, los hombros, la cara, hizo que indefectiblemente mirara hacia arriba. La niña permanecía en medio del patio de la casa mirando hacia lo alto, sintiendo que el agua le acariciaba la cara, le hacía cosquillas en los ojos y se fijaba en su boca. Se reía con los brazos abiertos, recibiendo las esferas de agua que prontamente se transformaron en lluvia, que mojaba a la niña, por primera vez en su vida.

El hombre contaba que la niña estaba fascinada inmersa en medio del aguacero que la encantaba, corriendo con los brazos abiertos, mientras el agua la empapaba de frescura en la tarde del verano. El hombre decía que la niña los miraba a los dos, que a la vez estaban abstraídos al verla a ella, bajo su primera lluvia. El hombre contaba que la cortina de agua caía como si fuera un río de montaña, que hacía bailar a la niña, que danzaba con una música nueva, composición de risas y ruido de agua sobre el alero de zinc donde se reguarnecían sus padres.

El hombre contaba que la tormenta duró lo que duran las tormentas de verano. Que el agua fue calmando y el azul intenso oscuro del cielo siguió su paso hacia el Este. Chorreaban las canaletas el último aguacero, se escurrían las gotas por las hojas de la higuera y el pasto olía más rico. Todo el campo tenía otros colores, como si escondido en la lluvia hubiera habido un pintor. El hombre contaba que el arco iris le iluminó la cara a su niña, que aún estaba empapada. Se vino con él y la mamá, estaba feliz por haber sentido aquello por primera vez en la piel. El hombre decía que el sol volvió a brillar con mucha fuerza y que la niña siguió jugando en el patio.

La niña había sentido la lluvia en su pelo y en el alma. Por primera vez. La pequeña que estaba en el patio miró las gotas que aún permanecían en los troncos, en las hojas, en el pasto. Vio que brillaban con luz muy intensa. Se dio cuenta que eran como estrellas, que quizás cada perla de esa lluvia había sido una estrella de las que veía en la noche. La niña trató de mirar todas las que pudo. Encontró gotas lilas, blancas, verdes, transparentes, rojas, azules, multicolores. ¡Estaban allí! ¡En su patio! La niña las contempló y también lo hizo con las que persistían en las alas de sus mariposas, podía verlas, ahí descubrió que los colores de las alas y de todas las cosas lo dan las gotas de la lluvia que traen las estrellas del cielo.

El hombre narraba que cuando la noche llegó la niña aún estaba en el patio, que costó hacerla entrar a la casa, pero al final lo hizo. El hombre contaba que luego de la cena la llevó a su cama, estaba muy cansada y las lunas de sus ojos ya se le cerraban. Con la mamá la acompañaron, hasta que la niña entró en su sueño. El hombre detallaba que aquella noche, mientras la niña dormía, podían verle los brillos de las gotas de agua, reflejadas en la piel, como si hubieran sido perfectas estrellas guardadas en el alma de la niña que sueña. Que es mariposa y puede volar.