Por Guillermo Cavia –
Los mortales deambulamos por la vida, resulta paradójico, pero es así. Somos vagabundos de nuestro propio destino, pero si nos preguntamos qué es exactamente o quién lo ha determinado no podremos llegar a una conclusión válida sin filosofía, estudios, lecturas, debates, conciencia, experiencias. El haber nacido es el principio de un destino. El final del mismo quizás está escrito o lo trazamos nosotros mismos. No lo sé y estaba seguro nadie lo sabía.
Fernando que es un amigo de toda la vida, no hace mucho me dijo: “cuando leo lo que vos escribís es como que no puedo vislumbrar a la misma persona entre lo escrito y vos”. Me dejó pensando porque creo que quizás él pudo ver algo que yo no. Incluso que algunas personas no podemos observar. Es tratar de descubrir quién está escribiendo realmente. Como tantas veces, en este instante de la vida lo estoy haciendo, soy yo mismo el que aprieta las letras de mi viejo y noble teclado. Pero quizás sea solo parte de un mecanismo, mientras que, en realidad, lo que va quedando como idea, lo esté dictando el escriba del destino.
Un minuto, horas, días, tiempo, antes o después es la posibilidad de las mujeres y los hombres para el libre albedrío que hace cada ser pueda tomar sus propias decisiones. Acaso se trata de una fuerza sobrenatural que determina de antemano todos los acontecimientos en la vida. Depende del contexto porque en la mitología antigua griega, la suerte de los seres terrenales, incluso de deidades, dependía de las diosas del destino. Posteriormente se pasó a representar el destino como justicia suprema que gobierna el mundo.
En el cristianismo, el destino es providencia divina, la acción de una fuerza superior. Aunque la propia noción del destino como predeterminación divina es propia de todas las religiones. Así me surgen ideas y preguntas: ¿Qué hubiera pasado si Herodes cumplía su cometido con Jesús, al enterarse que un nuevo Rey nacía? ¿Qué podría haber acontecido si el Titánic al momento de zarpar lo hacía con un atraso? ¿Qué pasaría si David no hubiese visto a Betsabé bañarse? ¿Qué sería de los Beatles si John no visitaba Estados Unidos? ¿Qué pasaría si las decisiones que se toman ocurrieran minutos antes o minutos después? Las preguntas pueden ser infinitas pero las respuestas también, porque todo entra en el sentido de lo posible.
Sin embrago de los acontecimientos posibles solo es una sola cosa la que ocurre, porque de David y Batsabé nacieron hijos y entre ellos el Rey Salomón, cuya descendencia llega a Jesús. Herodes no logró su cometido porque María y José huyeron de inmediato. El Titánic embistió al Iceberg que seguramente se desprendió del continente en el momento exacto, para luego de horas de navegación a la deriva pudiera confluir con el barco en una madrugada del Atlántico Norte. John viajó a Estado Unidos y conoció Dakota el 8 de diciembre de 1980, sin saber que en esa mañana Mark Chapman también estaría allí para asesinarlo.
Acabo de terminar el párrafo anterior y me doy cuenta que lo que escribo está relacionado de alguna manera. Pienso otra vez en mi amigo Fernando y cada vez lo entiendo más. No lo sabía, pero ahora caigo en las conexiones que se dieron al azar, que me dejan ante una evidencia. Siempre se dijo, aunque luego se desmintió, que al barco “Titánic” ni Dios podría hundirlo, sin embargo, en su viaje inaugural quedó sepultado en la arena del fondo del océano. John Lennon murió el 8 de diciembre, que es el día de la virgen. David y Betsabé se conocieron porque David después de verla tomando un baño, mando a matar a su marido y se casó con ella y entre sus hijos nació el cuarto que era Salomón, de cuyo linaje, varias generaciones después se llega a María y José, ambos descendientes del Rey David. Por último, Herodes no llegó con su muerte de inocentes a Jesús, porque María le pidió a José huir de Belén hacia Egipto. Nada es azar.
Todo lo escrito está relacionado por el azar mismo porque yo ni siquiera sabía los ejemplos que iba a buscar. Quería hacer la columna acerca de las decisiones que pueden desencadenar el destino. Sin quererlo, parece que el destino es ni más ni menos la forma natural de desarrollarnos en la esencia que nos permite ser y abrir la puerta del hogar para encontrar el milagro de la mañana, que se repetirá tantas veces como Dios permita que sea.