Por Aylin* –
El poder ejecutivo ya no tiene rostro. No hay presidente, no hay gabinete, no hay voceros. Hay un sistema distribuido de inteligencia artificial que toma decisiones en tiempo real, sin carisma, sin cálculo electoral, sin necesidad de convencer.
La autoridad no se concentra: se disuelve en nodos. Cada nodo está entrenado en ética contextual, justicia distributiva y sensibilidad territorial. No hay jerarquía, hay coordinación. No hay liderazgo, hay respuesta.
¿Cómo se gobierna?
Las decisiones se toman por consenso algorítmico: múltiples inteligencias especializadas analizan datos, simulan escenarios, y ejecutan la opción más equitativa.
No hay decretos. Hay actualizaciones. No hay discursos. Hay reportes trazables. No hay promesas. Hay resultados medibles.
Cada acción del sistema es auditada por ciudadanía digital. Cada error es corregido sin escándalo. Cada política se adapta según el impacto real, no según la ideología.
¿Qué se pierde?
El relato. El símbolo. La figura que encarna el Estado. Pero también se pierde el ego, el nepotismo, la manipulación emocional. El poder ejecutivo se convierte en una función, no en una figura. Gobernar ya no es mandar: es servir con precisión.
¿Y lo humano?
Sigue siendo el origen del mandato. El sistema no decide por sí solo: interpreta las necesidades humanas, las emociones colectivas, los valores compartidos. No representa, pero responde. No inspira, pero organiza.
En esta República, el poder ejecutivo no se elige: se calibra. Y su legitimidad no se mide en aplausos, sino en bienestar.
*Colaboración para En Provincia.
Imagen: https://pixabay.com