Por Alejandro Sánchez Moreno* –
Miabuelo, Horacio, aprendió a manejar cuando tenía más de sesenta años. Le enseño mi mamá con un Peugeot 504. En una agencia de autos usados compraron, con mi abuela, Beba, un Renault 4 blanco, el correcaminos, alto de atrás, más bajo de adelante, palanca al medio, tapizado marrón claro, proclive al vuelco. Pasábamos el fin de semana en Los Hornos. Nos esperaban, a mi hermano y a mí, los viernes, a las cinco de la tarde, a la salida de la escuela. El lunes, a la una, nos dejaban en el colegio. La única vez que mi abuela no vino, entraron a robar. Se llevaron el radiograbador Hitachi y algo de plata que tenía en el delantal. El ladrón entró por la ventana grande que daba a la calle. Ninguna casa tenía paredes altas, ni rejas, ni portones, ni alarmas, ni cámaras. Mi abuela estaba tomando mate, charlaron un rato, chau mamita, dijo cuándo se fue. Al otro día mi abuelo puso un mosquitero, rejas en todas las ventanas, candados. Después se fueron a hacer la denuncia a la comisaria del centro del barrio. Pasaron unos meses y la llamaron para devolverle el radiograbador.
La casa de Los Hornos estaba en un barrio obrero, chalets a dos aguas, terrenos de quince por cuarenta, tejas rojas. Un italiano había comprado los terrenos de la zona. Se los fue vendiendo al gobierno para que haga los planes de viviendas. Se quedó con una manzana, frente al monte. Vendía huevos, tenía caballos y una casa de campo verde inglés que resaltaba. A fin de año ponía una mesa larguísima en el patio, iban los vecinos de la cuadra y algunos más. Un peón hacia costillares, chorizos, pollos y achuras. Sonaba el tango y las milongas. Con un crédito del Banco Hipotecario compraron la vivienda, pagaron unos años hasta que condonaron la deuda. Era la anécdota que mi abuelo más contaba.
Las calles eran de tierra, dos solas tenían asfalto, la avenida 66 que era también ruta, si seguías por ahí para atrás, te ibas a Mar del Plata, la otra era la 64, la agarrábamos con la bicicleta para ir al centro. Mi abuela pensaba que andábamos por la zona. Cuando mis abuelos se mudaron, era casi todo campo. A seis cuadras estaba la última parada del micro. Los domingos iba de visita mi bisabuela, Gregoria, y mi tía abuela, Celia. Desde el patio las veían bajar en la parada.
En el campo de los italianos había un tanque australiano, al lado un nogal. Entrabamos por un hueco que tenía el alambrado y que nunca lo arreglaron. El molino renovaba el agua. Los caballos se acercaban a refrescarse. La mayoría de los terrenos estaban divididos con ligustros. Cada vecino lo emprolijaba de su lado. La vida en los patios no era íntima. Pasábamos ahí el verano entero. Si mis padres nos llevaban a algún lado unos días, la costa, o la sierra, venían antes a avisar, así nos preparaban. A la vuelta, como estaba de paso, nos dejaban. A la sombra de una parra de uva chinche dibujaba.
Fui varios años a la peña de Bellas Artes. Un profesor pelirrojo con pelo largo y guardapolvo celeste, nos enseñaba. Cada clase, una técnica, lápiz, oleos, acrílico, crayones, temperas. Copiaba personajes de historieta. A Pedro Picapiedra lo hacía de memoria. El profesor me retaba, te salen bien, pero no copies. Mi abuela no nos dejaba salir a la siesta. Por un lado, para hacer la digestión, decía, y por el otro, para no molestar a los vecinos, que descansaban. Los chicos picaban la pelota en la calle, porque si tocaban timbre, mi abuela los echaba. Por atrás nos escapábamos, el perro saltaba y nos seguía. Cuando mi abuela nos descubría, nos iba a buscar, cortaba unas ramas y nos traía a varillazos.
Un turco pasaba con un carro vendiendo beines, ollas, alfombras, cucharones, palanganas. Mis abuelos juntaban agua de lluvia en un tacho enorme que utilizaban las fábricas. Hoy los usan para enfriar las bebidas en un asado o en una fiesta. El turco decía que no había nada más sano que bañarse con la lluvia. Pedía permiso y en el fondo se bañaba, cantaba y gritaba, quizás en turco.
Para los meses de verano llevaba una pila de libros. Mi abuela me decía sobaco ilustrado. Los primeros libros que leí fueron los de la biblioteca Billiken. Me gustaban los de aventura, los de Julio Verne o los de Emilio Salgari. Soñaba con ser arqueólogo y descubrir un lugar nuevo. Me los regalo mi papá, tengo la colección completa, más tarde me anime a Cien años de soledad. Hace poco me compré una edición aniversario. Mi papá hablaba mucho de García Márquez. Tenía un libro, El olor de la Guayaba, de conversaciones. Ahí García Márquez, contaba que quiso ser escritor cuando leyó La metamorfosis.
Mi abuela escribía: refranes, versos, alguna anécdota cortita. También anotaba frases que escuchaba. Escribía en cartones, del té, o del arroz. Le regalaba cuadernos, chicos, grandes, de tapa dura. Cuando murió, los encontramos en un armario, guardados en bolsas, sin usar. En el norte, en un festival, escuche un aro aro. Los decía un cantante de folklore, flaco, de pelo largo, una camisa larga, tenía una quena con correa, en las manos una guitarra. Antes de cada canción decía uno: “la vieja que quiere al viejo, tiene que hacer como el gato, antes de comerse el bofe, lo tiene que cachetear un rato”. No lo tuve que anotar. Volví de las vacaciones y se lo dije. Hace poco lo encontré en la solapa de un cartoncito de té pájaro azul.
El dentista del barrio le pedía frases, la que más le gustaba: “el que nace torta negra, nunca llega a masa fina.” Una vez me regalo una poesía, a mi hermano también. Esa la escribió en un papel carta con dibujos de Sarah Key, que compro en el kiosco de la avenida. Uso birome y diccionario, para no tener faltas de ortografía. La puso en un sobre de colores y adentro una hoja seca. Cuando yo me haya ido y no para siempre, volveré con el sol, volveré con el viento. Si me sigues nombrando, estaré menos muerta.
Primera, acelerador, segunda, acelerador, tercera. Bocacalle. Freno, había que pasar de tercera a segunda. Mi abuelo no. Después de la primera cuadra no sacaba la tercera hasta parar. No miraba a los costados, no tocaba bocina, no hacía juego de luces. Pasaba. No tenía miedo. Salió a la ruta al poco tiempo de aprender a manejar. En Santiago del Estero paso a un camión. Mordió la banquina del carril contrario. Tres vueltas volcando. Salió despedido por el parabrisas. Fractura de costillas y omoplato. Con una mano hacia la quinta. Mi abuela ilesa. El perro, asustado, se fue corriendo por el campo. Un muchacho lo trajo alzado. En la ruta, un embotellamiento, estaba pasando una víbora gigante, tal vez una boa. Los autos la esquivaban, mi abuelo paso por encima. Esquina de la avenida, estamos jugando al futbol, el Renault 4 se asoma, pasa, calcula mal, un auto le pega atrás, en el costado. El auto gira y gira, pega contra la parada de micros. El vidrio de atrás estalla y la damajuana sale volando.
Celia, la hermana de mi abuela, era coqueta. Peluquería una vez por semana, ropa linda los domingos, anillos, collares. En un freeshop le compré un perfume Carolina Herrera. No lo uso nunca porque era muy bueno. Se pone las joyas para hacerse la fina, decía mi abuela, y son unas chafalonías. Una vez, la peluquera le hizo un desastre. Le quemo el pelo, casi se queda pelada. Tardo bastante tiempo en recuperarse. Beba la cargaba: no andes mucho afuera que los pájaros te van a confundir la cabeza con un nido.
En las calles había zanjas. En cada subida de auto un caño grande. En el medio se metió un perro. No quería salir. Mi abuela puso pastillas para dormir en la comida. No sé de donde las sacaba, andaba con un vademécum, estudiaba los remedios y los pedía en la farmacia. El perro se durmió y lo saco con un palo con un gancho. Tenía un collar que lo estaba asfixiando. Se metió ahí para morir. Algunos perros cachorros se escapaban y el collar los mataba, otros se los ponían a propósito. Le sacamos el collar, el cuello entero quedo sin pelo. Le pusimos Degollado. Nos seguía a cualquier lado. Era incansable. Caminando si la bicicleta iba despacio, al trote cuando apurábamos. Los partidos de futbol, los miraba sentado atrás del arco. Si nos pegaban o nos caíamos, se iba al humo. Un vecino del barrio, decía: es así porque está agradecido.
Una tarde paso un hombre con un perro con correa, flaco y largo. Un rato después volvió solo. Mi abuela se fue al monte, que quedaba a dos cuadras. Lo encontró al fondo, atado a un árbol, con cara triste. A ese le pusimos Salvador.
En la cuadra, vivió Javier Villafañe, el titiritero. Era amigo de los famosos, venía a visitarlo Alberto Fernández de Rosa, le pedían autógrafos, era conocido porque había actuado en algunas películas de Sandro. Mi hermano se llama Javier por el titiritero. Mi bisabuela le cuidaba los chicos. A fin de año, hacía funciones para el barrio. Era panzón, usaba jardinero vaquero y una barba blanca larguísima. Un día mi abuela estaba en la panadería. Villafañe hacia la cola para comprar pan. Le preguntaron porque tenía la barba tan larga: para que pregunten los boludos.
A mi abuela le gustaban las películas de animales que terminaban bien. Vimos algunas en el cine. Le costaban los subtítulos porque pasaban rápidos. Para no molestar con el ruido, íbamos a la primera función. Yo leía despacito y ella miraba y escuchaba.
Carlitos vivía al lado, tenía un hermano, Omar, que era más grande, lo veíamos poco, estaba mucho tiempo internado. La mamá, Coca, cantaba tangos. Los domingos ponía discos de Gardel, cantaba arriba al estilo Libertad Lamarque. A Carlitos lo encuentro seguido en el Nene, el supermercado grande del barrio. Me contó que Coca, poco antes de morir, grabo un disco. El papa trabajaba en una maderera. Volvía del trabajo en un Peugeot 403.
La otra noche mire en Volver Made in Argentina, una película con Luis Brandoni y Patricio Contreras, la agarre empezada. El personaje de Brandoni vuelve con la mujer al país después de diez años. El matrimonio amigo lo espera en Ezeiza con un Peugeot 403 azul que se queda sin batería. El personaje de Brandoni está entusiasmado con el regreso. Sus hijas no conocen Argentina. En el avión aparece la primera argentinidad: dulce de leche para el desayuno.
El papa de Carlitos lo retaba, vení a hacer los deberes, me ponía a mí, de ejemplo. Cuando se jubiló se sentaba en el pasto, descalzo, con los pies en la zanja. Carlitos es testigo de Jehová, dice que Dios le salvo la vida: tenía el diablo adentro, llegaba y peleaba con mi esposa, con mis hijos, ahora no.
El lunes pasamos El Exorcista, dos curas mueren para sacar el demonio de adentro de una niña de doce años. La película tiene cincuenta años. En 1971, el escritor William Peter Blatty publico la novela. De la noche a la mañana se convirtió en el libro más vendido. La Warner se interesó en el fenómeno y compro los derechos de adaptación. Se pusieron a conseguir Director, fracasaron con varios hasta que llegaron a William Friedkin. Friedkin creía en el destino, la película lo estaba esperando. Su tema, en el cine, era la presencia del mal en el mundo. El mal existe, es el demonio, está en un hogar común, de clase media, en Washington, la capital del país más poderoso del mundo. La película termina y no está claro quién gana. Quede bastante inquieto después de verla. Carlitos me pasa folletos de La Iglesia, seguro que los lees, dice, siempre fuiste muy lector.
En la esquina vivía Oliden, seguía Cline, después Martínez, Moreno, mis abuelos, Ocampo, Caretti, Montenegro, Santos, Balbuena, Del Greco y en la otra esquina, Santandrea. Una siesta Santandrea no se despertó. Mi abuelo volvió del velorio a la hora del almuerzo. Comió rápido, se acostó, escucho las noticias en la radio que tenía en la mesa de luz, se durmió y se despertó a la misma hora que todos los días. Se hizo el mate, traía el diario bajo el brazo, se sentó en la mesa de afuera y dijo: te cagué.
https://medium.com/@alesanchezmorenolh/renault-4-07fd6886cc46
*Colaboración para En Provincia.
Fotografía: Archivo web.