Punta Lara

Por Alejandro Sánchez Moreno* –

En la década del 70 mis padres compraron la casa de la calle 18. Antes, vivíamos al final de un pasillo a una cuadra de Plaza Rocha. Y antes, de esa no me acuerdo, en una casa de City Bell, cerquita de la República de los niños. Esa la había comprado mi papá con un hermano y cuando se casó le regalo su parte. Del pasillo de 59 tengo tres recuerdos: un monito que se asomaba por el tapial, la caminata a la mañana y al mediodía al colegio, estaba a una cuadra y el departamento de adelante, donde vivía la maestra y a veces nos cuidaba. Otras cosas me las contaron, una tarde no me encontraban, mi tía se desesperó, dio vueltas manzanas, pregunto en los negocios. Desanimada se fue a la plaza. En las zonas de los juegos estaba yo. Un pulóver rojo y vaqueros azules, permitió que mi tía me viera desde lejos y se tranquilizara. Y otras cosas las sé por fotos, en la Plaza, con los árboles pequeños y el pasto seco, mi papá nos da agua, en un bebedero antiguo.

Por la plaza Rocha paso todos los días. En una esquina está el Auditorio de Bellas Artes: ahí vi un documental de Mano Negra, una gira por Latinoamérica. Al lado está la biblioteca de la Universidad. En la otra cuadra un bar que ahora está cerrado. Era chiquitito, pero iba todo el mundo.

Más adelante, mis padres compraron un terreno en Punta Lara, a una cuadra del río. Había una casa palafitos de madera abandonada. Las hacían así para que no las agarre la inundación. Punta Lara era el lugar preferido de mi papá. Ahí vivió hasta que se murió. Íbamos el verano entero. Siempre a la misma playa: la de la pérgola. Enfrente estaba el almacén de Marcelino. Mi papá se cruzaba y encargaba sándwiches de milanesa. La playa de Punta Lara es rara: o no hay o el río está lejísimo. Y el río también es raro. Es marrón, muchos dicen que es así porque está sucio. Mi papá nos decía que tenía ese color porque el lecho es de arena y que el mar de Mar del Plata está más contaminado. Para que el agua te llegue al pecho había que meterse bien adentro. Y te va engañando. Caminas unos metros, el agua en la rodilla, un poco más, el agua en los tobillos y así varias veces hasta llegar a lo hondo. Los domingos venía muchísima gente, los que no conocían el río, se quedaban horas adentro, cuando querían salir pasaba algo extraño, hacían pie al fondo y los tapaba el agua más cerca. Se ponían nerviosos y empezaban los problemas. Los bañeros sacaban a muchos, mi papá, que nadaba muy bien, ayudaba. En Mar del Plata, se iba al final del espigón y se tiraba al mar. Yo veía un puntito que se movía despacio, después de un rato el puntito se hacía más grande. Salía del agua y no quería toalla. Hay que secarse caminando, decía.

Los primeros años fueron de trabajo en el terreno. Atrás había un cañaveral. Cortar el pasto, rellenar, nivelar, plantar árboles, un cantero en el medio. Íbamos todos: una tarde de mucho calor, al fondo el pasto seco se empezó a quemar. Con ollas, baldes y botellas lo fuimos apagando. Mi tía Celia se tropezó y se cayó. Se agarraba la muñeca cada tanto, pero no dijo nada. A la noche fuimos al hospital: fractura expuesta, la operaron y le pusieron un clavo. Mi abuela la retaba, quédate quieta que te vas a caer.

El tren llegaba hasta Punta Lara. Así iba mi papá con los hermanos y los amigos cuando era joven. La frecuencia era buena. La estación hoy está abandonada. Por un tiempo funciono ahí una biblioteca y centro cultural. Los sindicatos tienen campings: está el de ATE, Comercio, telefónicos, policía, petroleros. En el de petroleros hay habitaciones altas de madera. Ahí se quedó mi papá unos días cuando su casa se inundó. En el de telefónicos acampamos un verano con los chicos de la secundaria. Nos quedamos solos, de día venía algún grande a mirar un poco. Un día llegaron dos muchachos. De noche salían y volvían borrachos. En el canal juntamos sapos y ranas en bolsas de arpilleras. Llenamos dos o tres. Metimos los sapos y ranas en la carpa de los muchachos. Nos quedamos despiertos hasta que llegaron. Se metieron y empezó el desastre. Gritaban, pateaban, saltaban, puteaban. La carpa, chiquita, rodaba por el pasto. Conteníamos la risa. A la mañana desayunamos en el quincho. Pasaron por al lado y miraron serios.

Los fines de semana, Punta Lara se llena. Vienen del conurbano, de los centros de jubilados, de las colonias. En la rotonda de entrada están los micros. Para que no entorpezcan el tránsito no los dejan pasar de ahí. La ruta para llegar se llena a ambos lados: autos con parlantes, futbol, tenis, fernet en jarra. Antes se usaba el camino negro, que une Punta Lara con Villa Elisa. Ahora está tan roto que no se puede pasar. Ahí está la selva marginal más austral del mundo. Eso lo aprendí de mi papá. En una revista que sacaba el centro de Ciencias Naturales hay un artículo de él. En forma poética describe el lugar, habla de la flora y de la fauna, termina diciendo que ahí se hubiera sentido cómodo Horacio Quiroga.

Teníamos una perra, Dulce, a la que le encantaba ir a Punta Lara. Creo que adivinaba el camino, por la ventanilla sacaba la cabeza, ansiosa por bajar. Una vez nos descuidamos y se tiró con el auto en movimiento. En la playa nos seguía para todos lados. Nos metíamos hondo rápido y la dejábamos en la orilla. Corría de un lado a otro hasta que se largaba a nadar. Llegaba con la lengua afuera. La sacábamos alzada. Buscaba pescados muertos y se revolcaba. El olor era insoportable. Preguntamos al veterinario y nos dijo que le hacía bien a la piel.

En la playa de la pérgola iba la misma gente. Parecía un club donde no había que mostrar carnet ni pagar entrada. Una cancha de vóley, paleta y tejo. Sombrillas, reposeras, juegos de cartas. Para jugar a la paleta había que anotarse. Se jugaba en parejas. En la arena se ponían los nombres. La que iba ganando se quedaba. En el seminario menor, que quedaba a una cuadra de mis abuelos, había un frontón abierto. Se jugaba con una pelota que no era tan rápida como la negra. Con mi hermano formábamos pareja. Como en la playa, el que ganaba se quedaba. Jugábamos el primer partido que nos tocaba y hasta que no había luz no nos sacaba nadie. Los más grandes cambiaron el reglamento. A veces, algún fin de semana, jugaban los curas. Te retaban si decían malas palabras. En la paleta de la playa nunca nos dejaron jugar. Decían que éramos muy chicos.

En Punta Lara aprendí a manejar. Tiraron abajo la casa palafitos y nos empezamos a quedar. Ya no iba todos los días a la playa. No había tránsito y muchas calles eran de tierra. Enseguida empezaba el campo. Daba vueltas y vueltas con un Peugeot 504 celeste que mis padres compraron casi nuevo a una tía que se quedó viuda. Hoy Punta Lara está más grande, como los terrenos son inundables, son más baratos. Hay casas viejas, de las primeras, que desde la costa parecen un barco. Era un estilo de construcción que se hacía en otra época. Salíamos a caminar por la playa y nos metíamos al Jockey Club. Es un balneario de la década del cincuenta, coqueto, elitista, hermoso. Hoy no puede disimular la decadencia.

El fondo de Punta Lara se llama Boca cerrada. Ahí termina Punta Lara.

El camino para ir es la Diagonal 74. Está en la salida o la entrada de La Plata. Es una diagonal a dos manos. Llegas a la primera rotonda. A la derecha, Ensenada, a la izquierda, la pérgola, la segunda rotonda. Por ahí íbamos nosotros. Antes, en el puente, ya sabíamos si el río estaba lejos o crecido. Temprano llegan los pescadores. Se acomodan en el murallón. Nunca vi a nadie pescar nada.

El hijo de Spinetta contó que tiraron las cenizas del papa en el río, en la costanera norte. Si alguien anda por acá, o viene a tomar unos mates, va a estar un poquito con él, dijo. Lo primero que hago cuando llego a Punta Lara es mirar el río.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/punta-lara-fadf4cb69a36

*Colaboración para En Provincia.

Fotografía: Archivo web.