¿Por qué en La Plata no nacen los camellos?

Por Claudio Reynaldo Gómez –

Atrás quedaron las tardes de otoño y primavera, las mejores estaciones para recorrer el hasta hace un tiempo Jardín Zoológico de La Plata. Todo ese conjunto de sensaciones es nada más que un recuerdo. El calendario lo arrojó a la memoria. Se fueron también los vendedores apostados en la alta puerta de lanzas de hierro, que mostraban juguetitos de colores en la vereda; las chicos y chicos de la entrada, con el apuro por cortar los tickets, algún payaso errabundo con globos de helio y el llamado extraño del aullido animal, un eco sordo que permitía presagiar el carácter salvaje del encuentro con otros moldes de la naturaleza.

Está bien. Porque ahora el inquieto visitante de entonces ya es un hombre y abjura de la felicidad que le provocaba aquel paseo. Ir por aquellos rincones del bosque. Su rostro sorprendido por los filosos, dorados y enormes dientes del hipopótamo, ahora resulta un acto incompresible, producto de la idea de una vieja tía que gustaba de pavonearse por entre los pasillos de las celdas, para que otros paseantes observaran el esplín de su capellina rosada.

Es que hace 10 lustros, el Zoológico fue esa tarde de inconmensurable asombro, la alegría tomada de la mano, la advertencia severa para no caer en la blanca pileta helada del oso polar, el olor a las variadas defecaciones y el sol que se colaba por el follaje de los eucaliptus que, ahora perdían sus hojas pero no su aroma y mañana retornarían con fragancia nueva y verdes páginas de tiempo repetido.

Monos de todo tamaño, con el culo rojo algunos; loros de muchos tonos, secuestrados de la Isla del tesoro, imagen de los personajes de Stevenson, allí, todos reunidos, con tigres de bengala, elefantes, ciervos y hienas.

Los chicos no piensan en el calvario, o piensan solo en su calvario personal, porque los chicos piensan. Y hace 10 lustros, los chicos también pensaban. No pocos lloraban el cautiverio, pero lloraban por pena, no por las injustas razones que argumentaba el estado a favor de traer animales lejanos para satisfacer la curiosidad local, a cambio de una entrada.

En eso los platenses estuvieron de acuerdo: basta a la explotación animal. Ya no hay circos en los que hagan trabajar a los animales. Sin embargo, resulta un arbitrario recuerdo la imagen de Soto, el domador, colocando su cabeza en las inmensas y amenazadoras fauces del león, que acudía a la escena con ojos de vidrio, sin interés en un acto que solo era heroico para el largo látigo del diestro déspota.

Allí, en el Jardín Zoológico de La Plata –dicen- había un camello, o acaso fuera un dromedario, no importa. Un caballo de tinte marrón claro, amarillento, con una o dos jorobas, que no nacía por estos pagos: era importado, de Arabia.

Es posible imaginar que en los zoológicos de Arabia habitara un manchado o un tordillo, cuyas crines blancas permitieran imaginar el arrojo de los salvajes invasores españoles y, mejor, el rigor veloz del gaucho para repelerlo.

En árabe, al caballo se lo traduce como camello, cuando se trata de equiparar la lealtad del hombre y del animal que lo lleva y se convierten, ambos, en una sola figura que llega del horizonte ya sea de arena o de polvo.

Así lo hizo el escritor Yauad Nader, quien se dedicó a trasladar la historia de Martín Fierro por primera vez a la lengua árabe, en fecha discutible.

En La Plata no hay camellos porque no hay beduinos. Hay gente que actúa como beduina, pero esa no es su naturaleza sanguínea. El camello es lento comparado con un caballo; es, tal vez, también más modesto y obediente.

Pero el camello no existe más que en la imaginación o en la ficción, que es un subterfugio de la imaginación. Sin embargo, muchos platenses dicen que lo vieron en carne y hueso, pastando, mordiendo el pasto del paquete de heno o tragando maníes. Será una confusión.

En La Plata no hay camellos, porque ya no hay reyes ni magos, porque ya casi nada que no esté en la televisión llama la atención, ni siquiera aquellas jorobadas formas aventureras que se han ido entre mil y una noche y que ahora son nostalgia.