Por Adrián Santarelli (*) –
A pesar de su desigual distribución a nivel mundial, una muestra más del grado extremo de concentración de recursos en manos de los países centrales en detrimento de los países de mediano o escaso desarrollo, las vacunas hacen posible visualizar un horizonte de salida a la pandemia de coronavirus que atraviesa el planeta.
No obstante, aún es mucho el camino que nos queda por recorrer hasta superar las múltiples dificultades en las que se ha traducido el impacto del SARS-CoV-2. El surgimiento de nuevas variantes del virus que están generando renovadas olas de contagios masivos -en España, las autoridades sanitarias de la región de Castilla-León acaban de anunciar el inicio de la quinta ola de la pandemia- ha obligado a muchos países a retroceder en sus medidas de apertura y retomar el aislamiento, volver al uso de tapabocas y suspender actividades económicas, llegando incluso al cierre de fronteras.
La crisis generada por el Covid-19 es de tal magnitud que todavía no pueden estimarse con precisión sus consecuencias en el plano económico y social. Sabemos, eso sí, que aceleró varios de los procesos que se ya venían registrando en diferentes latitudes, tales como la digitalización, el comercio electrónico y el home office; pero también obligó a numerosos sectores de la economía a reconfigurar su modelo productivo, y puso en crisis a una gran cantidad de rubros comerciales.
Así como las personas sentimos y sentiremos el impacto del coronavirus en nuestras vidas, los países, y más específicamente las ciudades, también están viendo afectada en alguna medida su significación como espacio territorial de despliegue de una comunidad, y tendrán que adaptarse a la nueva realidad post-pandemia.
Tal vez uno de los ejemplos más evidentes de la velocidad en el cambio que ha impuesto la pandemia lo tengamos en el sector conocido como microcentro, en la Ciudad de Buenos Aires. Como megaciudad, Buenos Aires nos muestra el cambio en el paisaje que supuso el paso de un escenario de que era sitio neurálgico de la actividad financiera y administrativa, con un sinnúmero de oficinas, restaurantes, hoteles y comercios hoy paralizados, y una permanente afluencia de turistas nacionales y extranjeros, a uno de calles y oficinas desiertas, y locales con persianas bajas. Los cambios que han ocurrido en esas sesenta manzanas emblemáticas han sembrado de incertidumbre su evolución, planteándose como opción que una vez sorteada la pandemia ese territorio tendrá que reconfigurarse como un barrio de habitantes permanentes, y convertir lo que fueron miles de oficinas en viviendas.
Sin embargo, todos sabemos que las ciudades sufren problemas anteriores al coronavirus. Problemas derivados de su crecimiento carente de planificación, con excesivo impacto ambiental y dificultades de integración, y sin criterios de desarrollo urbano sostenible.
Tal como lo expresa Di Virgilio (2021), las grandes urbes latinoamericanas “…enfrentan en la actualidad graves problemas de habitabilidad y sostenibilidad, tales como la dificultad de la población de bajos ingresos para acceder a la vivienda; la persistencia de asentamientos precarios y la ocupación ilegal o informal de tierras; la vulnerabilidad de los habitantes de barrios informales frente al desastre; mayores costos económicos y sociales para proporcionar acceso inclusivo a infraestructura básica, bienes y servicios urbanos calificados; una larga distancia de las oportunidades de empleo y de educación; la subutilización o el abandono de edificios ubicados en áreas que cuentan con una adecuada provisión de servicios e infraestructura; la existencia de áreas vacantes y la discontinuidades en barrios intermedios y periféricos”[2].
Lo cierto es que la pandemia evidenció la necesidad de incrementar la resiliencia de las ciudades y la reducción de su vulnerabilidad a las amenazas y desastres naturales, para anticiparse y mejorar su capacidad de respuesta y recuperación minimizando los perjuicios al bienestar social, la economía y al ambiente.
A pesar de las dificultades, las ciudades serán la punta de lanza, el inicio de la recuperación de la vida social en lo que puede llamarse la “nueva normalidad”. Las urbes en todo el mundo concentran un alto y creciente porcentaje de la población y la actividad económica global. En la Argentina, el porcentaje de población urbana es del 92%, en tanto que de acuerdo a datos del último Censo Nacional, en la provincia de Buenos Aires ese indicador sube al 97,2%.
La alta tasa de urbanización de la Argentina, y en particular de la provincia de Buenos Aires, genera impactos sociales, económicos y ambientales, por lo que, una vez superada la pesadilla del coronavirus, resultará imprescindible consensuar un patrón de crecimiento que mejore las condiciones actuales sin comprometer el futuro de las siguientes generaciones.
En este sentido, será fundamental que desde el Estado se encaren planes de acción focalizados a nivel local en las ciudades, con el objetivo de promover el desarrollo urbano y, más específicamente, la migración del paradigma hacia el concepto de ciudades sostenibles, inclusivas, seguras y resilientes.
Esta es la esencia del Proyecto de Ley de Ciudades Sostenibles, Inclusivas, Seguras y Resilientes que presentamos en 2020 ante la Legislatura bonaerense, y que busca establecer el marco institucional para la promoción del desarrollo urbano sostenible; porque reconocemos la necesidad de ciudades bien planificadas y gestionadas para que se conviertan en poderosas palancas del desarrollo inclusivo y la garantía del ejercicio pleno de los derechos ciudadanos.
(*)Senador de la Provincia de Buenos Aires por la Tercera Sección Electoral; integrante del Bloque del Frente de Todos.
[2] Di Virgilio, M.; “Desigualdades, hábitat y vivienda en América Latina”; Revista “Nueva Sociedad” Nº 293/ Mayo-Junio 2021.