Olivia

Por Liliana Pizarro –

El avión aterrizó en el aeropuerto de Madrid. Amanecía en la ciudad y comenzaba el segundo día del mes de julio.

Éramos pocos pasajeros. A medida que volábamos sobre el océano Atlántico, a mi derecha, una pareja de ancianos no dejaba de hablar. Pensé que quizá no podían dormir y, de manera educada, imaginaban que el resto de los pasajeros tampoco podían hacerlo.

Por suerte, había elegido ventanilla, para no ver absolutamente nada. Eso me relajaba. Con frecuencia dialogaban sobre la herencia de Francisca, la tía de José, quien había fallecido en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires días atrás, dejando una suculenta herencia y unos cuantos acreedores deseosos de recuperar su dinero.

Imaginando todas esas escenas, me veía casi obligada a sacar mis propias conclusiones al respecto. Las deudas no quedaron todas saldadas y no todos los familiares recibieron lo que esperaban. Una vez más el reparto no fue equitativo. Principalmente, el descontento venía porque a José le había tocado un juego completo de la vajilla de “Limoges” y el antiguo florete español que celosamente guardaba su tía envuelto en una tela de pana
azul. El valor económico de este último era incalculable, sobre todo porque los descendientes no tenían ni idea para qué servía.

Los pasajeros se apresuraron a descender. Al levantarme del asiento, cruzó por mi mente la imagen de mi tierra natal. La nostalgia pellizcó mi alma. Quizá porque no estaba segura de hacer este viaje. Era la primera vez que visitaba a mi amiga Olivia.

Ella vivió en la ciudad de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires, hasta el año 2002. Harta de no encontrar un trabajo que le permitiera vivir con dignidad, guardó su vida entera en la única maleta que tenía y se marchó del país. Como otros tantos ciudadanos argentinos que partieron, se deshizo de los enseres más preciados. Libros, fotos y algunas prendas de los años ochenta se quedaron en manos de sus íntimos. La vi por última vez el
día de su partida. Su sonrisa se había transformado en una mueca de dolor. Sus ojos, inflamados por el llanto de los días previos a su partida, expresaban simplemente tristeza.

El tiempo pasó de prisa para todos. De tanto en tanto, Olivia me enviaba algún correo electrónico contándome sus hazañas y desventuras de aquellas tierras lejanas. También me contó cómo conoció a su novio con el que convivía desde hacía seis meses. Así manteníamos nuestra larga amistad. Siempre me invitaba a conocer la ciudad madrileña
donde se había instalado desde que partió de su inolvidable Argentina.

Tomé un taxi. Durante el trayecto disfrutaba viendo la belleza arquitectónica de Madrid. Llegué a la Calle de Las Carretas, muy cerca de la Puerta del Sol, para ir directamente al trabajo de mi amiga. La brisa acariciaba mi cuerpo. Mi vestido verde parecía flotar al caminar. Todo era mágico. Respiré profundo. Sentí por un instante la felicidad de ser libre
y de tener algo en común con aquel sitio que se mostraba decidido a cautivarme. Entré al bar “Postas” y me senté en la barra a esperar a Olivia. Mientras, observé la variedad de tapas guardadas en el expositor de vidrio. Todas prometían a mis ojos un sinfín de sabores exquisitos. Decidí escoger una infusión helada de té verde con limón y acompañarlo con una porción humeante de tortilla de patatas.

Le pregunté al camarero por Olivia y me contestó que ella había tenido que viajar a su país por motivos personales y que regresaría a finales del mes. Sentí confusión y desasosiego.

En ese instante, una sensación de escalofrío se apoderó de mi cuerpo. Poco a poco me hice a la idea de que los días siguientes tendría que disfrutarlos en soledad.

Salí del bar. Eran las 11:30 de la mañana. Comencé a caminar arrastrando mi maleta. Las sandalias me resultaban cómodas en ese momento. Mucho más que las botas que acababa de dejar en Buenos Aires. Llamé a Olivia por teléfono pero no contestó. Mientras tanto busqué un sitio donde hospedarme. Me alojé en un hostal de los alrededores.

Descansé y me informé de todo lo que podía hacer con tanto tiempo libre.

Por la noche, fui a cenar al pequeño restaurante del hostal. Me acomodé en una de las mesas y, de repente, uno de los huéspedes se acercó y me preguntó si podía sentarse en la silla libre. Asentí sin problemas. Ya comenzaba a sentirme menos sola.

Se llamaba Pierre. Aunque ya no sentía deseos de conocer más historias, lo escuché por educación. Tenía una mirada directa y desafiante, inocente y perspicaz a la vez. Sus ojos me hechizaban. El aire del ventilador del local movía suavemente sus cabellos rubios y lacios. Y mientras saboreaba mi bocata de jamón y pimientos asados, él se esforzaba en agradarme. En cambio yo, solo le dije mi nombre a secas y que estaba de vacaciones. En
ese instante, pude darme cuenta que la mejor opción que tenía era disfrutar en plenitud los días venideros.

Al día siguiente, nos encontramos nuevamente en el restaurante. El desayuno era abundante y variado. Inmediatamente me propuso recorrer juntos los mejores sitios de Madrid. Una vez más, era mi mejor opción. Mientras me explicaba por dónde comenzaríamos a recorrer la ciudad, yo me dejé llevar por la observación. Él vestía una bermuda de lino beige y un polo de color turquesa. Sus ojos claros resaltaban con la luz del día. Por un momento, me sentí intimidada por su simpatía y su generosidad.

Los días transcurrieron bajo el mismo plan. Conocer y disfrutar la ciudad, juntos. Un cúmulo de sensaciones extraordinarias y únicas aceleró la confianza entre ambos. Las emociones calaban estrepitosamente mis límites atormentando mi moralidad. Los paseos por Madrid se acortaron para dar paso a las noches de pasión. Y en una de esas noches mágicas, cuando quedaba algo de tiempo para conversar, Pierre me confesó su gran amor por la música. Sobre la mesa de la habitación había un estuche que contenía un violín. Insistí en que tocara alguna canción y, sin demorarse, comenzó a tocar con absoluta maestría y yo, me quedé vibrando con la magia de su ser. No me acordaba ni de mi amiga Olivia.

Y llegó el último día. Una vez más, la nostalgia pellizcó mi alma porque ya no nos volveríamos a ver. Después del desayuno, nos fuimos a la Puerta del Sol. Nos detuvimos en la estatua de la “Mariblanca” y un transeúnte nos sacó una fotografía. Sin duda quedaría en nuestros recuerdos para siempre. Mirábamos con asombro las estatuas vivientes. Yo me acercaba a ellas para depositar en los frascos de cristal los últimos euros. Quería mostrar mi agradecimiento a la vida por todo lo que había recibido en estas inolvidables vacaciones. Seguimos caminando despacio, como reteniendo el tiempo.

Miré la hora en mi teléfono y vi que Olivia me había enviado un correo. Me detuve un momento para poder leer el mensaje. La sorpresa me invadió nuevamente. Mi amiga se iba a casar con aquel joven que conoció en el bar. Ya tenía todos los papeles legales en orden y regresaba a España en unos pocos días. Por primera vez me enviaba algunas fotografías con su futuro marido. Y allí les vi, inmensamente felices por los mismos sitios
que acababa de conocer. Una sensación de escalofrío se instaló en mi cuerpo. Una cachetada de furia y de rabia arrasó mis mejillas. Dejé que mis ojos se hundieran en la publicidad de un espectáculo taurino en la plaza de toros de Madrid. Así me sentía. Igualita que un toro al que le dan la última estocada. Porque eso no me podía estar pasando. Un nudo en mi garganta no me dejó hablar. Miré de nuevo las fotografías. No era un sueño,
era la cruda realidad que debía afrontar para siempre. Pierre era el prometido de mi amiga del alma.

Realizado en el Taller de Cuentos de “Al Pie de la Letra de María Mercedes G”