Por Guillermo Cavia –
La noticia impactó en el amanecer de un nuevo día. Se mencionaba la muerte de una elefanta que se llamaba “Pelusa”. No se trataba de cualquier muerte porque el animal era un emblema del zoológico de la ciudad de La Plata. Tenía 52 años. A los dos fue separada de su madre para ser enviada a la Capital de la Provincia de Buenos Aires. Aunque se trataba de una elefanta asiática, ella había nacido en cautiverio, en Hamburgo, Alemania, en 1966.
Los ojos de miles de niños la vieron en su espacio del zoológico, se meneaba y era la atracción principal. Sus ojos siempre, al igual que la del resto de los animales, estaban tristes. Seguramente esos niños que la veían, hoy son adultos, porque un niño que la conoció en 1968 hoy tiene más de 50 años. Toda una vida. Toda una historia. Toda una tragedia. Nacer en cautiverio, perder a su madre a los dos años y estar encerrada por 50 años más, para ser liberada a través de la muerte. No es justo. No tiene explicación lógica y es una muestra cabal que demuestra que la humanidad es un monstruo.
Acaso debiéramos preguntarnos: ¿Qué penalidad merece 50 años de encierro? Haciendo una revisión de condenas, a modo de ejemplo, hay que saber que seis meses o un año de prisión equivale a lesiones, daños y hechos menores. De 6 meses a 2 años, son penas que pueden estar relacionadas a hurtos, robos, abigeato. De uno a tres años puede darse por estafa, estupro. De tres a cinco años cuando existe homicidio culposo. Puede ser por abuso sexual, robos graves. De cinco a siete años a quienes estén vinculados con terrorismo, secuestros. De siete a diez años se condena a los casos de explotación sexual, a la trata de personas, la pornografía infantil. De trece a dieciséis años para quienes filmen, graben o fotografíe a niños en situaciones de desnudos. De dieciséis a diecinueve años para los que hicieran abandonos de personas que produzcan la muerte. También para explotación a grupos vulnerables. De diecinueve a veintidós años para los casos de violación. De veintidós a veintiséis años para casos de asesinato. De veintiséis a treinta años para casos de genocidio. Para 50 años no hay parámetro, no está estipulado. Es evidente que es para animales destinados al encierro perenne. Nació elefanta, nada más. Luego la humanidad determinó el encierro.
Cuando el Coliseo Romano fue inaugurado en el año 80, se celebraron matanzas durante 100 días ininterrumpidos. Durante esos más de tres meses se estima que perdieron la vida unos 5.000 animales. Eran tiempos de barbarie, pero no olvidemos que también había refinamiento: vestían elegantes, vivían en casas confortables y eran la avanzada de esa época. Nos separan de ese tiempo 1938 años, en los cuales hemos evolucionado en tecnología, medicina, transporte. Logramos cosas maravillosas. Pero no nos pudimos separar de la barbarie y de la monstruosidad.
La muerte de una elefanta no ocurrió en la mañana que conocimos la noticia. Lo hizo en el año 1968, en el mismo instante que la separaron de la madre. Luego fue sólo una supervivencia. Sola en un continente ajeno. Seguramente con mucha gente que la cuidó, la mimó, la visitó, fotografió. Pero nada de eso impide la realidad. Su lugar no era el Santuario de Brasil a donde se la pretendía llevar, para que pasara los últimos años de su triste vida. Tampoco su lugar era la ciudad de La Plata. Ni siquiera debió nacer en el lugar que lo hizo. ¿Qué mundo extraño hace que una elefanta asiática deba nacer en Hamburgo? Ya su mamá estaba condenada por la misma irracionalidad que lleva a la humanidad a creer que pueden hacer lo que sea.
Cuando los estudios Disney realizaron la película “Bambi” muestra en el principio la muerte de la madre. Apela a ese hecho trágico y terrible para garantizar que el espectador necesite proteger al pequeño ciervo de todas las peripecias que puedan sucederle, a pesar de todo, hay un final feliz. Por más dramático que parezca el guion, se trata de seres animados, que no existen, pero la historia atrapa y logra el cometido. En el caso de la elefanta Pelusa, la realidad de su tristeza se podía ver y palpar, estaba a la vista en cada visita al zoológico, se evidenciaba ante la mirada de cada madre, padre, tíos, tías, abuelas, abuelos, niñas, niños. En ese contexto Pelusa ni siquiera tuvo la oportunidad de la ida a Brasil, para al menos terminar sus días en una aparente libertad.
Los zoológicos son grandes jaulas en centros urbanos. Nuestro país alberga cientos de animales que están en cautiverio. Es parte de un negocio. Pensemos en 50 años todo lo que ha pasado en nuestro planeta, miremos un instante hacia atrás. La humanidad ha conquistado parte del espacio, incluso enviado sondas fuera de nuestro sistema solar. Se han creado telescopios que nos permiten ver el nacimiento de estrellas. Es esa misma humanidad que ha consentido guerras y miserias, hambre y desesperanzas. Es esa humanidad que en esos años ha vibrado con música grandiosa de geniales compositores. La que ha hecho del transporte la posibilidad de viajar en un tren a 350 km por hora. La que admite que estemos globalizados y que podamos ver en una computadora las ciudades de cualquier sitio, con imágenes en tiempo real, lo que acontece en cada instante. En ese atisbo hacia atrás podemos ver que ha nacido una niña o un niño que hoy cumpliría 50 años. Todo, absolutamente todo en el transcurso de ese tiempo. Mientras Pelusa seguía su encierro. Ella con su mirada infinita de tristeza no pudo ver más allá de sus muros, de esos mismos árboles, con las jaulas de siempre, los sonidos acostumbrados. Un destino de tristeza eterna. Por suerte hace tiempo la muerte la ha liberado de los monstruos.