Mirta, de Liniers a Estambul, la película de Jorge Coscia que nos emocionó hasta el miedo

Por R. Claudio Gómez –

A los 69 años, murió Jorge Coscia. A veces, las personas realizan cosas que trascienden su vida, pero el recuerdo de esas realizaciones remite inexorablemente a ellas como un aroma o una música.

Con Coscia, sucede eso. En lo particular, la noticia de su fallecimiento trae a mi memoria la película Mirta, de Liniers a Estambul, el filme que dirigió junto con Guillermo Saura y estrenó en 1987.

Aquellos años, contemporáneos de la presentación de esa película, fueron singular y brevemente intensos para los jóvenes. En 1987, la democracia llevaba cuatro años y todavía, más allá del Juicio a las juntas militares y del Nunca Más, resistía endeble.

La posibilidad de un golpe de Estado -tan común desde 1955- era realmente una posibilidad, una posibilidad bien cierta. Tal vez por eso, los jóvenes de los 80 pretendíamos apurar nuestros aprendizajes: sorprendentes por todo lo que no sabíamos del pasado, determinantes en nuestra formación para  el futuro. Y algo aprendimos.

Por ejemplo, supimos que en el cine se alojaban historias increíbles, con el condimento de ser historias con argentinos, reales e inmediatas en el tiempo. Historias que les habían ocurrido a jóvenes como nosotros, pero de la generación anterior. Historias de las que solo habíamos escuchado hablar de costado, que sonaban a susurro temeroso. En fin, historias trágicas a la vuelta de la esquina.

Mirta, de Liners a Estambul es una de esas narrativas que no se olvidan. Que, aunque superada en su factura por la eficacia y el impacto que producen las nuevas tecnologías sobre la imagen y el sonido, perdura con la candidez de un cuento de noche y estimula la incómoda vigilia.

Tiene la gentileza de introducir al espectador (al menos al espectador de entonces) en un clima de incredulidad que solo se emparenta con el miedo: miedo a no creer en lo que vemos y miedo en suponer que algo así todavía podría pasar. Es más que un exilio, es más dramática que la difícil y peligrosa vida militante de los 70. Se trata de la ingenuidad y la audacia; de la rebeldía generacional y del compromiso joven, pero también del inevitable olvido y de la resignación.

Pocos filmes tratan con tanta minucia la vocación y el compromiso de muchachas y muchachos que defienden en acto su propia dignidad y la del resto. Y, ojo, esto no es un juicio sobre una época, es el comentario de una película brava, brava en serio, aunque ciertos toques románticos puedan esconder su verdadero sentido.

Tuve oportunidad de verla en un ciclo de cine gratuito que organizaba el Centro de Estudiantes de la Escuela Superior de Periodismo, donde también vi algunos títulos malditos hasta ese momento: La Naranja Mecánica, Calígula y hasta La hora de los Hornos, entre otros. Ahora se puede encontrar en Cinear o en Youtube (en una versión descolorida por el tiempo).

Los jóvenes son más dignos que los adultos, porque son más audaces. Los instrumentos que utilizan para la lucha varían y algunos de esos materiales y hechos son, por supuesto, discutibles. ¿Pero no es acaso discutible también está conducta nuestra de aceptar la servidumbre voluntaria, tolerar cualquier tipo de injusticia, resistir pasivamente las inusitadas formas de soberbia e indiferencia que ejerce el torpe poder, y todo eso sometidos por el dinero que ni siquiera nos alcanza?