Las muertes de Borges y el fragor del fuego

Por R. Claudio Gómez –

Es mutua la necesidad del libro y la película. Lo que a menudo nos preguntamos acerca de cuál de los dos productos es mejor resulta una formulación tan cotidiana como imposible. Si es cierto que los libros pueden existir por su cuenta, también es verdad que todos los films germinan de un texto. En cinematografía a ese texto se lo llama guion o simplemente, libro.

No han sido pocas las ocasiones en que una película abrevó lectores. La más cercana podría ser la de Harry Potter. También la del de Juego de tronos podría engrosar la lista. Y muchos otros, que los lectores viejos apenas conocen. El caso de El señor de los anillos es notable: compartió la colección Minotauro desde la década del 70, pero fue famoso a partir del éxito que consiguió la película homónima.

En 1986, se estrenó la película “El nombre de la rosa”, basada en el libro que Umberto Eco terminó de escribir y presentar seis años antes.

Ya no es un misterio para nadie que el semiólogo y escritor español, entre otros guiños a la literatura y a sus autores, dedica un sentido homenaje a uno de sus “amigos”, el argentino Jorge Luis Borges.

Eco no sospechó (no pudo saberlo) que Borges no llegaría a ver su novela hecha película; el autor de Ficciones moriría unos meses antes de su primera exhibición, en Ginebra, un día como hoy, un 14 de junio.

La trama narrativa es multilineal. En ella conviven los secretos, la religión, los libros y la muerte. Todo ello conjugado en una abadía del norte de Italia durante el medioevo.

La zona que interesa aquí, la que refiere a Borges, es la prolífica biblioteca inmensa que encierran las puertas del amurallado edificio, a cuya ladera las personas padecen el hambre y la ignominia.

La biblioteca está a la guarda de Jorge de Burgos, un viejo ciego, que custodia los libros para evitar el mal destino de obras que casi nadie debe leer, en tanto perturban la fe. Claro, Jorge de Burgos es un remedo, una emulación, de Jorge Luis Borges; una versión extrema de quien fuera Director de la Biblioteca Nacional.

Eco le dio vida y voz a un Borges anterior, a un predecesor imaginario. Eligió un monasterio, copistas y obras filológicas para darle espacio y sentido. Allí, entre laberintos y espejos que alarman vive este espectro, a la vez precursor y heredero de Borges.

Es curioso el final del personaje: por cuidar un texto, muere entre las llamas de un techo de madera que se derrumba sobre él.

Borges, quien yace enterrado en una tumba que se ubica en el cementerio de notables de Plainpalais, en la ciudad suiza, al pie de mina conífera, no vio cumplido su deseo de ser cremado.

La escritora argentina María Esther Vázquez, no sin polémica, cuenta que la decisión de contrariar la solicitud de Borges para después de muerto obedeció a una combinatoria de egoísmos, intereses y pequeños poderes circunstanciales.

El fuego, tanto material de filósofos y poetas, sin embargo, mató a Jorge de Burgos y de alguna manera cumplió, en la ficción de la retórica artística, con el deseo de Borges. Tan extraña es la forma del destino, como el fragor de fuego.