
Por Alejandro Sánchez Moreno* –
Días atrás, vi un documental en Netflix, El fotógrafo y el cartero: El crimen de Cabezas. En poco más de una hora cuarenta, hay una reconstrucción minuciosa de los hechos que llevaron, a que una banda, reclutada por la policía de la provincia de Buenos Aires, después de la fiesta anual, que el empresario Andreani, daba en Pinamar, secuestrara al fotógrafo de la revista Noticias y lo asesinara en una cava cerca de General Madariaga. En el país eran los tiempos de Menem y en Buenos Aires, los de Duhalde. El Gobernador cuenta, que la misma mañana del crimen, pasó por el lugar para ir a pescar tiburones, y vio un auto que se prendía fuego. En el verano, Pinamar, era la meca del poder en Argentina. Entre olas, sombrillas, resorts, motos de agua, glamour y farándula, empresarios y políticos, rosqueaban de lo lindo. Cabezas cometió el error de encontrar la foto que todos buscaban. Una tarde soleada, después de constatar que el empresario Yabrán, estaba en Pinamar, lo retrató caminando con su esposa por la playa. La foto fue tapa. A veces, para saber de una situación, o para retratar un país, no hace falta leer mil libros o estudiar toda una vida. Los policías y la banda de los horneros fueron condenados a perpetua. El final del documental es conmocionante: los autores del asesinato, salvo los que murieron, están libres.
Los horneros son de Los Hornos, un barrio de las afueras de La Plata, de ahí su nombre. Cuando fue el crimen de Cabezas, vivía frente a la casa de Los Auge, una de las familias de la banda. La casa, a medio terminar, algunas paredes de ladrillo hueco, otras de ladrillo común, estaba en una esquina y ocupaba un tercio de cuadra. Entraba y salía mucha gente. Dos o tres autos, medio destruidos, en la vereda. Varios chicos, correteaban adelante. Había uno que lo veía siempre. Caminando por 137 (el centro de Los Hornos), limpiando vidrios en 60, pidiendo plata en la puerta del supermercado. Era morocho, despeinado, alguna vez jugaba al futbol con los chicos del barrio. Era más alto que los demás y le tenían miedo. Confieso que un poco, yo también. Me mudé y dejé de verlo. Pasaron algunos años. La otra madrugada, eran las seis y pico, fui a sacar plata del cajero. Había unas diez personas, casi todas de los planes. Adelante estaba él, el pibe de los Auge. Me fui y me quedé pensando.
Cynthia Rimsky es una escritora chilena. Dice que nunca deja de mirar y que la curiosidad la ha salvado. Y que nunca quiere llegar porque el camino es el viaje. Hace unos años se fue a vivir a Azcuénaga, un pueblito perdido de la llanura bonaerense. Cuando era chica, decían que inventaba cosas, o situaciones. Simplemente ella sabía mirar. En la biografía de Soriano, que acaba de salir, un amigo cuenta que veían un partido de futbol de una liga menor en Europa. Soriano se dio cuenta que uno de los equipos tenía un jugador más. Solo él, se avivó. Saber mirar. En el libro Poste restante, Cinthia dice: “Entrever lo que ocultan las puertas es la razón que anima al viajero a caminar por las ciudades.” Muchas veces, cuando vuelvo, manejando de noche, miro la ciudad. La gente, salvo algunas excepciones, está adentro. Una luz en la ventana, una persiana todavía no cerrada, un vecino apurado que cierra la puerta, después de dejar la basura, un auto que entra rápido a un garaje. Afuera de las casas hay vida, adentro también.
En estos días fue el final de una serie extraordinaria: Succession. En el principio de Anna Karenina, Tolstoi escribe: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia desdichada lo es a su manera”. Como Juego de Tronos, las tres temporadas de Succession, muestran a una familia, tal vez la más poderosa del planeta, en una lucha con los demás y entre ellos, por anexar, aniquilar, competidores, para ser cada vez más fuertes. Un jefe de familia devorador, Roy, tres hijos que para el padre no dan la talla y cantidad de mediadores miserables alrededor. Roy es el único, que se hizo de abajo, en una ocasión, en la que las negociaciones van mal, les tira por la cabeza, que son inútiles, porque no saben el precio de una leche. El poder que vemos es abrumador. Roy celebra el cumpleaños, se les antoja jugar al beisbol. Un llamado telefónico, una limusina, dos helicópteros, un estadio para ellos. Román, el hijo menor, desafía a un niño que anda por ahí con sus padres. Si logra batear, el premio es un millón de dólares. El chico pierde, estalla en llanto. Román se caga de risa. Se van. Roy se acerca y le da un rolex, que si no sale un millón, anda por ahí. Es el regalo, que un rato antes, le hizo el yerno chupamedias.
La familia Ingalls fue la serie de nuestra infancia. La pasaban a la merienda, justo a tiempo, para los que salían de la escuela en turno tarde, llegaran a verla. El nombre verdadero era: La pequeña casa en la pradera. En los créditos ya se veía el espíritu. Los miembros de la familia feliz, bajaban por la colina, verde y brillante. Charles Ingalls, después de romperse el lomo, trabajando durante el día, tocaba el violín en la cena y bailaban en la noche estrellada. La época de la serie, era la de las películas del oeste. Pero no era un western. Los personajes que veíamos, eran errantes, nómades, sin familia, porque no la tenían o la habían perdido en una tragedia. Eran personas que vivían en movimiento. La familia Ingalls estaba establecida. El pueblo, pujante, tenía Iglesia, escuela y doctor. La felicidad a la vuelta de la esquina. A veces nos enteramos que un matrimonio se separa. Nos cuentan cosas, los trapitos salen al sol. El remate de esas conversaciones es el mismo: Y parecían la familia Ingalls.
Ya no compro el diario, es muy caro, y cada vez son más malos. Aunque no es lo mismo, lo leo por Internet. Unos años atrás, tenía uno a mano. Creo que era Diario Popular. Aburrido, me puse a leer. En policiales, o en alguna sección de curiosidades, una nota me llamó la atención. En una ciudad del interior de Santa Fe, la fiesta familiar de fin de año, terminó mal. El título decía, irónicamente, algo de las alcaparras. Una pregunta desató el desastre. Ya avanzada la cena, una mujer dijo: ¿por qué no le pusiste alcaparras, al vittel toné? La contestación fue contundente: ¿por qué no cocinaste vos, la concha de tu madre? La crónica, cuenta, que se agarraron a trompadas más de cincuenta personas, y que la olla la volcaron sobre la cabeza de alguien. La policía tuvo que interrumpir el brindis. Metieron preso a la mayoría. Por la mañana, fueron saliendo. En el almuerzo, comieron juntos.
https://medium.com/@alesanchezmorenolh/la-familia-ingalls-fbd0c80ad1d
*Colaboración para En Provincia.
Fotografía: Archivo web.